El futbol actual, hecho de
transacciones millonarias e intereses comerciales, ya casi no permite el
arraigo. Un jugador que destaca, por ello, está irremediablemente condenado a
la trashumancia, a cambiar de camiseta como un cantante de vestuarios. Por ello,
si uno revisa el palmarés de cualquier jugador entrado en años, podrá ver que
la suma de sus clubes da una idea de inestabilidad, de constante recomienzo.
Las dos razones más frecuentes de tal ir y venir son éstas: porque el jugador
es muy bueno y en cada transferencia genera un dineral, o porque no es tan
bueno y debe salir de los equipos cada vez que no interesa a entrenadores y
directivos. Hay, además, casos inverosímiles en los que el jugador, ignoro por
qué, tiene una especie de manía migratoria: Sebastián Abreu, con 33 equipos en
24 años de carrera, y Toño de Nigris, con 13 en 9 años, eran de este tipo,
aunque en el caso del Locodebo decir “es”, pues a sus 41 años todavía es
hora que sigue en la cancha, hoy con el Magallanes de Chile.
El fenómeno de los cambios
frecuentes es mucho más marcado ahora que antes. Jugadores había en la
antigüedad que en quince o veinte años de trayectoria sólo brincaban dos o tres
veces de equipo. Eso ya no es posible en esta época, lo sabemos bien. Pese a
tal situación, todavía hoy se dan algunos esporádicos casos de futbolistas que
echan raíces y por un motivo inexplicable se identifican con un club, con una
ciudad, con un público, con una cancha, como Paolo Maldini y Andrés Iniesta,
por ejemplo. Pero dado que el gol se fija especialmente en la memoria
colectiva, no quiero pensar por ahora en arqueros, defensas o medios, sino en
delanteros. Como decía pues, por una circunstancia inexplicable tal o cual
romperredes se enquista en un conjunto y termina por ser sólo de ese
equipo, una especie de talismán que funciona allí y nomás allí,
misteriosamente. Son los casos de Esteban Fuertes con el Colón de Santa Fe,
Argentina, o de Jorge González, el Mágico,
con el Cádiz español. Ambos, el delantero del club santafesino y el salvadoreño
del conjunto gaditano, son emblemas de esos clubes, iconos inolvidables,
atacantes que con goles allí echaron raíces, delanteros-árbol.
En México tenemos algunos casos de
ese tipo. Jorge Comas se convirtió con decenas de tantos en icono de los Tiburones
rojos de Veracruz. No estuvo muchos años, pero a fuerza de anotaciones pasó a
ocupar un sitio al lado de Luis de la Fuente, el Pirata, y todavía el gran Comitas es querido en el Puerto como si
fuera jarocho de nacimiento, o más. Otro jugador, el chileno Marco Antonio
Figueroa, anduvo en varios clubes, pero fue en el Morelia de México donde logró
convertirse en el hijo predilecto de la capital michoacana, en el goleador que
jamás habían tenido los hoy llamados Monarcas. Por último en esta breve lista,
Jared Borgetti, quien llegó como buen delantero a Santos Laguna y salió de aquí
como su mejor anotador y por ello como ídolo máximo del club. Un detalle digno
de tomar en cuenta por aquello del arraigo es que tanto Comas como Jared viven
en la ciudad que los vio anotar sin freno.
Esta lista me lleva a un caso
actual, el de Mauro Boselli, delantero de León. Luego de jugar para ocho
equipos en diez años de carrera, llegó a los Panzas verdes en 2013, y aquí se
ha quedado y aquí ya es emblemático de Bajío. Tiene cinco años pues en el
conjunto zapatero y lleva más de cien goles en la Liga, un promedio anual de
casi veinte anotaciones y tres campeonatos de goleo. Pero como sucede con el
Santos Laguna, el León no es un equipo marquetinero y no tiene tanto aparador
como los equipos de la capital o de Nuevo León, de ahí que Boselli no reciba el
reconocimiento merecido.
Aunque, pensándolo bien, quizá esto
sea lo mejor. Hay delanteros de este pelaje: que se arraigan en el respeto de
un público pequeño y allí es donde anotan sin parar, crecen y silenciosamente
hunden sus raíces hasta lo más profundo de la querencia y del reconocimiento.