Gracias a la
generosidad de un aficionado sin rostro aparece en Wikipedia la cádula
biográfica de Diego A. Maradona. Abarca cuatro renglones de prosa esquemática y
debajo de ellos figura un par de cuadros: “Diego A. Maradona (Lanús, Buenos
Aires, Argentina, 30 de octubre de 1960). Ex futbolista profesional,
mediocampista. Debutó en el equipo Argentinos Jr. Jugó además para el
Valladolid, Temperley, el FAS de El Salvador y otros. Tras su retiro, ha
entrenado a varios equipos”. Luego de esa información, los cuadros completan la
lista de los equipos que recibieron sus servicios en la cancha y en la banca:
Deportivo Azoátegui de Venezuela, Figueirense de Brasil, Blooming y Oriente
Petrolero de Bolivia, Comunicaciones de Guatemala y Almirante Brown de su país,
donde se retiró. Como DT, rodó en equipos de la segunda y la tercera divisiones
de Argentina, Uruguay, Honduras y Ecuador. Ni el párrafo ni los cuadros
establecen el número de sus partidos, ni sus goles, ni sus asistencias ni sus
campeonatos. La entrada de Wikipedia carece de foto.
Más allá de estos
precarios datos, sé quién es el tal Maradona porque juntos comenzamos la
ilusión de jugar futbol profesional. Fue en Argentinos donde lo conocí. Yo
vivía en el entorno de La Paternal, el rumbo de mi familia. Maradona llegó un
poco después de que yo ingresara a las reservas; venía de un barrio llamado
Fiorito, y sin duda tenía talento. Jugaba de 10, era zurdo, bajo de estatura,
fuerte y veloz. Comenzó a destacar muy joven, tanto que llegó pronto al primer
equipo, a los quince. Yo llegué un poco después, a mis 17, y formamos en la
misma alineación durante un año; con Maradona hice una breve amistad, pues
curiosamente consiguió una casa cerca del estadio y era casi mi vecino. No
tuvimos una mala temporada, y por eso al final, como Argentinos necesitaba
recursos, comenzaron a colocarnos en otros equipos. Yo llegué a México, al
Santos Laguna, un club joven. Maradona fue el mejor fichado: se fue a Europa,
al Valladolid de España, y ya no supe más de él durante varios años.
Transcurrió un año y
medio, jugué con el Santos Laguna casi todo ese lapso como titular, me casé con
una belleza de la aristocracia local y vino mi lesión en la rodilla. Tras la
operación y el convalecimiento no quedé bien, y que decidí retirarme. Ya
casado era muy difícil moverme de aquí, así que conseguí trabajo como
entrenador de niños y de jóvenes en clubes recreativos y en universidades. No
me fue mal, supe moverme y acomodarme, trabajé mucho. Una década después de mi
lesión, hice un viaje urgente a Buenos Aires: mi padre estaba hospitalizado y
su muerte se anunciaba próxima. Luego de verlo morir, pasé una semana junto a
mi madre y mis hermanos, y volví a México. En Ezeiza, el día que tomé mi vuelo
al Distrito Federal, me topé a Maradona. Ambos teníamos un par de horas libres
antes de abordar, así que decidimos diluirlas en café y conversación.
Él viajaría también al
Distrito Federal para luego tomar un vuelo a Guatemala. Seguía en activo, lo
había contratado el Comunicaciones. Eso me asombró. Me contó que al llegar al
Valladolid lo recibieron muy bien, y de inmediato se hizo de la titularidad.
Traía ritmo, comenzaba a funcionar como él quería cuando se dio un partido
contra el Atlético de Bilbao. Allí, en una jugada cualquiera, el vasco Andoni
Goicochea le pulverizó el tobillo izquierdo, y aunque pudo salir adelante luego
de varios meses de recuperación, ya no fue lo mismo. Valladolid lo dejó libre y
desde entonces deambuló por Venezuela, Brasil, El Salvador y Bolivia hasta que
lo reencontré, cerca de llegar a Guatemala. También conté mi historia, la
lesión, mi retiro casi inmediato y mi vida más o menos tranquila en el norte
México. Nos despedimos, cruzamos datos y la promesa de buscarnos alguna vez.
Abordamos el mismo avión, pero no hubo posibilidad de viajar en asientos contiguos
y al final, ya en el DF, sólo lo vi de lejos rumbo a la banda del equipaje.
Pasaron como veinte
años desde aquel encuentro hasta que volví a saber de él. Una llamada extraña
indicó que me marcaban desde Argentina. Contesté, como lo hago siempre que me
llaman desde allá aunque el número sea desconocido. Asombrosamente, era
Maradona. Dijo que había conservado mi número fijo desde la vez que nos vimos
en Ezeiza, y tenía la esperanza de que yo no lo hubiera cambiado. Hablamos un
ratito. Me informó que los Dorados de Sinaloa lo habían contratado como entrenador, y
que pronto viajaría a la Ciudad de México. Amplió que había pedido a las
autoridades del club un poco de tiempo para llegar, cinco días, y se los
concedieron. En ese lapso llegaría a la capital y, como vio en el mapa que era
una hora de vuelo hasta Torreón, me visitaría para que lo pusiera en
antecedentes sobre la realidad del futbol mexicano. Me pareció una necedad,
pero acepté.
Aterrizó dos días
después, pasé por él al aeropuerto Francisco Sarabia y lo llevé a comer. Ya
estaba gordo, algo descuidado. Me informó que tras su retiro había entrenado
equipos en Argentina, Uruguay, Honduras y Ecuador, y que ahora seguía México.
“La aventura mexicana”, dijo. Antes de llevarlo a un hotel, paseamos y
conversamos por Torreón. Fuimos al centro histórico, a la alameda, al museo de
Peñoles, al estadio local, donde le compré un souvenir de los Guerreros. En
varios lugares no faltó, como me ocurre de vez en cuando, que algunos viejos
aficionados —siempre afectuosos— del Santos Laguna me reconocieran y me
pidieran fotos, selfies. Maradona veía eso con tranquilidad, cordial y
distante. Incluso en tres ocasiones fue él quien manipuló las cámaras ajenas.
Antes de dejarlo en el hotel para que a la mañana siguiente emprendiera su
viaje a Culiacán, dijo sin verme a los ojos, mirando hacia la calle.
—Me da gusto que seas
famoso y querido en este lugar, te envidio. Yo todavía sueño con aficionados
que me traten así, que quieran tomarse fotos conmigo.