He dicho en muchas ocasiones sin exagerar que cuando puedo memorizo
los poemas que me gustan. Es una forma de tenerlos siempre a la mano y de
pensarlos/decirlos incluso en los pasadizos del entresueño. No son, por
supuesto, muchos, pues mi memoria carece de fuerte adhesividad, pero los que
más me llegan han quedado guardados al menos parcialmente en mi disco duro.
Quise alguna vez retener, por ejemplo, “La suave Patria”, pero no lo logré; lo
que gané, eso sí, es que a la menor provocación me lleguen estrofas completas y
las declare entre dientes, casi en silencio y siempre asombrado por la
inmensidad de esas palabras inalcanzables para cualquier otro hacedor que no
fuera el inalcanzable Ramón López Velarde.
Los poemas que resguardo más fácilmente son los sonetos; esto
es comprensible por la brevedad de las piezas y porque a final de cuentas las
estrofas y las rimas se vinculan con la mnemotecnia. Entre los sonetos que más
me gustan hay unos gemelos, es decir, son dos sonetos mellizos acuñados por
Borges. Su título es enigmático, por numérico: “1964”, y esto hubiera bastado para
que me agradaran, pues el 64 es el año en el que nací. Borges los compuso y los
publicó al mismo tiempo, como si fueran un solo poema, y ambos se refieren a la
frustración amorosa. Me sé los dos, pero el que más me gusta es el segundo: “Ya no seré feliz. Tal vez no
importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar. La vida es corta / y aunque las horas son tan largas, una / oscura maravilla nos acecha, / la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
/ que nos libra del sol y de la luna
/ y del amor. La dicha que me diste
/ y me quitaste debe ser borrada; /
lo que era todo tiene que ser nada.
/ Sólo me queda el goce de estar
triste, / esa vana costumbre que me
inclina / al Sur, a cierta puerta,
a cierta esquina”.
Más allá de la perfección
formal, de los encabalgamientos y la belleza de las rimas, hay aquí una
resignación ante la pérdida y no pocas ideas que hacen vislumbrar la pequeñez
de nuestras penalidades frente a la eternidad. Todo es triste, exacto y hermoso
desde la primera y tajante afirmación: “Ya no seré feliz”, lo que “tal vez” no
importe, un “tal vez” que apenas disimula la certeza. Poco después viene este
portento de imagen: “una / oscura maravilla nos acecha, / la muerte, ese otro
mar, esa otra flecha…”. La muerte como un mar en el que nos liberamos de todo,
de lo bueno y de lo malo, “y del amor” cuyo terrible envés es el “desamor”,
también demolido al llegar el acabamiento. Luego, esta lápida: “lo que era todo
tiene que ser nada”, y al final la resignación ante el advenimiento de la
tristeza sólo engañada por la vana esperanza de rondar “cierta esquina”.
Visto así, a las carreras,
parece un poema sencillo. Puedo asegurar que no, que tal perfección sólo ha
sido deparada a unos pocos, poquísimos poetas.