sábado, agosto 25, 2018
Breve antropología del tango
Leopoldo Lugones y Jorge Luis Borges, dos de los más grandes escritores argentinos, malquisieron el tango. El primero fue muy duro al definirlo “reptil de lupanar”; y el segundo, cada vez que hablaba sobre el tema, lo trataba casi con lástima: “el inconsolable tango-canción”, decía. Tanto Lugones como Borges, vale añadir, prefirieron a la hermana rural, la milonga. Pero más allá de sus filias y sus fobias musicales, el caso es que los dos hablaron mal del género tal vez porque les tocó vivir el esplendor del tango, la época de Gardel, y quizá se vieron abrumados por el aluvión de piezas que, en efecto, eran sólo bailadas al principio y luego bailadas y cantadas en sitios de mala muerte, además de ser mayoritariamente lloriqueantes, quejumbrosas, “inconsolables”.
No fueron muchos, sin embargo, los adherentes a la posición opositora. En la amplia y populosa zona del Río de la Plata (lo que incluye al Uruguay, por supuesto), miles de hombres y mujeres de todas las edades, de todos los estratos y de todas la profesiones, cultivaron y siguen cultivando el fervor tanguero. El género caló tan hondo que en la transición del siglo XIX al XX cundió tanto en los bulines tenebrosos donde comenzó su gesta como en los salones de pipa y guante. Se sabe incluso que uno de sus avales más importantes fue París, ciudad que le concedió al tango un pasaporte internacional que hasta la fecha mantiene actualizado, pues prácticamente no hay lugar en la Tierra donde las cadenciosas notas del bandoneón, su instrumento emblemático, sean desconocidas.
El tango, heredero del candombe, fue primero pura música. Las cuerdas de la guitarra, luego el piano y al final el bandoneón se mestizaron para acompañar a los primeros bailarines que en los barrios rioplatenses solían desempeñarse en parejas, en parejas de hombres. Sí, el tango fue en sus orígenes un baile que ejercían dos machos y parecía una especie de pelea. Luego, como es lógico, las aguas entraron a su cauce y uno de los hombres fue sustituido por una mujer. Entonces se volvió hechizo, arrebato, apasionamiento vertical.
Ya entrado el siglo XX, las letras se encimaron a la música y nació el llamado tango-canción. Un torrente infinito de versos ingresó al tango. Todos los asuntos, todos los temas, todos los recovecos de la compleja vida humana acudieron al llamado del tango y se deslizaron sobre las ardientes notas del bandoneón. Letras pícaras y hasta procaces, patrióticas, filosóficas, políticas y amorosas dieron cuenta, cada cual a su modo, de la condición humana. Predominaron, claro está, las amorosas, sobre todo aquellas que hacían referencia a la desdicha del ser humano que ve declinar hasta convertirse en Nada, sin remedio, por inmenso o modesto que haya sido, todo amor.
El fenómeno Gardel apuntaló al tango en los veinte. Tras la temprana y trágica muerte del llamado Zorzal Criollo y su inmediata mitificación, llegaron muchos más que cantaron, compusieron, tocaron, dirigieron, filmaron tangos. Imposible no citar a Enrique Cadícamo, acaso el mejor letrista del género; a Enrique Santos Discépolo, acaso el escritor más profundo del género; a Homero Manzi, acaso el más poético del género; a Pichuco Aníbal Troilo, acaso el mejor arreglista del género; al Polaco Goyeneche, acaso la más callejera voz del género; a Susana Rinaldi, acaso la primera gran diva del género; a la Gata Adriana Varela, acaso la última grande entre tantos y tantas grandes.
Entre ellos, entre un mundo de cultores excelentes, buenos, regulares y malos de tango, vive hasta hoy ese “pensamiento triste que se baila”, como lo definió, con inmejorable literatura, la inteligencia de Discépolo.