Recuerdo como si fuera ayer, disculpen el lugar común, los
augurios de especialistas y no tan especialistas: se aproxima un choque de
trenes, las elecciones de 2018 dejarán al país convertido en un pandemonio. En
cierto momento, quizá entre 2016 y 2017, era imposible calcular el tamaño del
incendio que venía en camino. Al definirse las candidaturas y con ello la
difusión de las primeras encuestas, todas o casi todas permitieron apreciar que
el proceso electoral no planteaba una carrera parejera, sino una disputa que
comenzó, siguió y terminó muy dispareja, con López Obrador “fugado”, como se
dice en el argot del ciclismo. El primero de julio la sorpresa fue que no hubo
sorpresa y el lunes 2 desayunamos con la noticia de que Morena y su líder se
habían adueñado políticamente del país.
Los que esperaban turbulencias ignotas, y esto incluía baño
de sangre y no pocos desaguisados económicos relacionados sobre todo con el
dólar, se habían equivocado con extraordinaria puntería, pero muchos
especuladores de todos los bandos esperaban, en el fondo y no tan en el fondo,
que se cumplieran los pronósticos. Por diferentes motivos, simpatizantes y no
simpatizantes del morenismo triunfante exigían, unos, ruptura violenta con el
pasado y castigo ejemplar a los desvalijadores, y otros, los enemigos, demostraciones
de poder que ilustraran la catadura real del embusteramente pacífico presidente
electo. Lo que ha pasado es lo que hemos visto y seguimos viendo: que pese a las
legítimos deseos de castigo o presentimientos de venganza, el líder de Morena
se ha acercado sin embozo a Peña Nieto, lo ha visitado casi como pariente a
Palacio Nacional y ha armado parte de su equipo con colaboradores sospechosos
de priísmo superficial o profundo, lejano o reciente, cuyo caso más representativo
fue el de Manuel Bartlett.
Tengo para mí, aunque apenas sea en el plano del pálpito, que
López Obrador y su equipo más cercano han acordado llegar a diciembre sin
agitar de más las aguas, contenidos por la certeza de que en los dos caminos a
elegir (entrar a saco al poder o instalar un puente de plata para el enemigo
que huye), optaron por el segundo derrotero. Ciertamente en muchos late la apetencia
de ver picotas por toda la república, y en ellas las cabezas de tantos y tantos
bribones, pero si nos atenemos al cálculo político en su estado menos impetuoso,
la dinámica de negación a la vendetta, e incluso de negación tal vez coyuntural
a la mera enunciación de justicia, han permitido que el cambio de guardia en el
gobierno federal avance sin sobresaltar a la población, a los mercados, a
nadie, como si todo fuera parte de una táctica aterciopelada para llegar, por
fin, al poder con la menor cantidad de focos rojos.
Contra lo que difundían como karma sus contrincantes, el “peligro
para México” lo que menos ha hecho, hasta ahora, es poner en peligro a nuestro
país.