Ayer
celebramos el centenario de Juan Rulfo. Para quienes vivimos en esto (conste
que no digo “de esto”), para quienes accedemos a la literatura por sus dos
puertas principales, la de la lectura y la escritura, el fervor de Rulfo es
permanente, tanto que no resulta necesaria una fecha tan importante para tenerlo
presente. Los rulfianos de ley volvemos a él, a sus dos obritas
inagotables, cada que podemos, es decir, cada siempre.
En
mi modesto caso de lector, han pasado cerca de 35 años desde que visité sus
páginas por primera vez. Conseguí los dos títulos señeros (ambos ya prestados y perdidos) en las ediciones
populares del FCE, cuando entré a la carrera.
Todavía viven en mí las dos o tres tardes en las que me senté en el patio de mi
casa, que era particular, para devorar esa rara prosa, por engañosamente
sencilla, y ese universo poblado por criaturas elementales, rústicas y
conmovedoras. La primera lectura se dio por obligación académica, pero luego vinieron
otras que casi me alarmaron: ¿cómo era posible que esos dos libritos fueran
capaces de renovarse a cada recorrido? ¿Es posible que dos libros puedan
parecer interminables? Sí, El llano en
llamas y Pedro Páramo, lo eran,
lo son.
Los
años, ya muchos, han pasado y durante el decurso de ese largo tiempo he vuelto incontables
veces a don Juan Nepomuceno. Las obligaciones de la docencia literaria me han
impuesto la forzosa alegría de convivir con sus páginas, de entrar y salir,
semestre tras semestre, por sus cuentos, sobre todo por sus cuentos. Los
comento siempre con entusiasmo, como si fueran obras escritas hace poco, ayer
apenas, pues ellas, por su inextinguible lozanía, se dejan examinar así. Tres
cuentos son mis favoritos, los conozco de memoria: “Talpa”, “Luvina” y el mejor
de todos a mi juicio: “¡Diles que no me maten!” Esto no significa que desdeñe
los demás, claro.
¿Cuál
será, me he preguntado muchas veces, el secreto de esos libros? Mi respuesta se
ramifica al menos hacia dos rutas: como nadie, Rulfo supo escribir el silencio.
Su prosa parece contenida, de labios apretados, reticente. Es una prosa que
apenas quiere serlo. En segundo lugar, con ella, con esa prosa, contó historias
llenas de sentimientos primarios, las pasiones de una especie de ser humano
esencial, el ser humano que podemos ser todos.
Con
o sin centenario, Rulfo es un artista que jamás deja de asombrar. Volvamos
siempre a sus páginas.