Todo
mundo sabe (todo mundo en este caso son mis cuatro o cinco mejores amigos) que
carezco de televisión, que prescindí de ese aparato desde hace ya muchos años.
Tomé esta decisión porque un día noté que había programas excelentes y
receptores con tecnología tan sofisticada que eran capaces de engullir vorazmente
mis horas disponibles para leer. Todavía hoy, cuando voy a casa de mi madre y
la acompaño a ver tele (en un aparato espléndido), me doy cuenta de que no debo
tener televisión, de que si la tuviera no haría más que ver programas y más
programas todo el maldito día.
Hay
una trampa en esto que digo, sin embargo. No tengo tele, pero sí computadora, y
es allí donde cada semana veo lo único que veo: uno o dos partidos de futbol
mexicano y la función sabatina de boxeo. Qué le puedo hacer, eso me gusta, es
mi adicción, mi cocaína de cada fin de semana desde la niñez. Lo bueno de esto
es que no me quita más que tiempo, pues son drogas que pesco en internet, generalmente
en las webs de las dos principales televisoras mexicanas.
Como
tantos en el mundo, entonces, esperé la pelea del Canelo contra el hijo de
Julio César Chávez. No lo hice con la pueril emoción del fan que recién estrena
su fervor boxístico, sino como el viejo colmilludo (no fanfarroneo) que sabe
distinguir el box genuino del box publicitario. Ya muchas veces me he llevado
fiascos y he aprendido: ese box atestado de mercadotecnia suele ser el más
arreglado, el más hecho para generar muchos millones y poquísimo pugilismo. Y
bueno, ya vimos lo que pasó, no es necesario expresar algo más sobre ese embuste.
Algunos
medios denunciaron que las televisoras no aclararon que su transmisión fue
diferida. Eso es un poco ingenuo, pues todos los sábados pasa lo mismo. Para
mí, el precio de no pagar ni un quinto por las funciones es ver las peleas una
o dos horas después de que ocurren. Lo único que hago es no asomarme a tuiter,
para no perder la sorpresa. Lo terrible no fue eso, sino las declaraciones del
hijo de Julio César Chávez y de su padre. Que el cuerpo no le respondió, que
bajó mucho para dar el peso y etcétera. Si físicamente no estaba para dar pelea
(dicen que tiró menos de cien inofensivos golpes, o sea, nada), ¿a qué subió
entonces? Claro, a defraudar, pues de todos modos se embolsó una millonada a
costillas del público aturdido por la publicidad. Un asco.