Contra la inclinación generalizada, creo que jamás
he odiado a un árbitro de futbol. Algunos me han caído mal, como Edgardo
Codesal o Joaquín Urrea, pero jamás he pensado en ellos para víctimas de mi
vudú. La razón de esta especie de indiferencia es simple: creo que ellos
practican un trabajo muy difícil, uno de los más complicados del mundo e
imposible de ejercer sin sobresaltos. Como tiendo a ser racional antes que
bárbaro —aunque a veces le gane lo segundo a lo primero—, pongo los elementos
de esa chamba sobre la mesa y concluyo que un árbitro lleva siempre,
injustamente, las de perder.
Para empezar, y aunque lo acompañen dos abanderados
y un asistente, el árbitro actúa esencialmente solo, pues más allá del auxilio
que sus asistentes puedan prestarle él tiene el silbato y sólo en su pellejo
recaerá el error o el acierto de las decisiones. Junto a esto, y he aquí lo más
peliagudo, debe ver y juzgar cada jugada casi de inmediato, sin tiempo para el
análisis, el juicio y el fallo; en otras áreas de la vida en las que interviene
algún tipo de arbitraje los encargados de impartir justicia disponen de algunas
ventajas: un juez penal, por ejemplo, escucha a las partes en litigio, analiza
las pruebas, puede solicitar más elementos, establecer prórrogas, esperar apelaciones
y así hasta llegar al veredicto. Un árbitro, al contrario, comprime todo el
proceso en un segundo, y a veces en menos, lo cual no es una exageración. Es
decir, ve una jugada y de inmediato, casi como si fuera una acción espontánea
similar al parpadeo, decide qué tipo de infracción fue cometida. Si a esto
sumamos que no son pocos los actores de un partido y que todos o casi todos
entran a la batalla con la deshonesta idea de disimular las faltas cometidas o
fingir las no recibidas, la labor del silbante se torna terrible, siempre
polémica en función de la falibilidad humana tanto suya como de los jugadores.
Creo por eso, y lo he dicho a varios amigos cuando
tocamos este tema, que no debemos cargar tanto las tintas a los árbitros,
quienes mucho hacen al ser jueces en una actividad propicia al desbordamiento
de los ánimos, más que a la ecuanimidad. Cierto que se equivocan, cierto que
algunos pueden ser parciales, cierto que en ocasiones se dejan impresionar por
las tribunas, pero nadie que tome el silbato podría ser ajeno a las pifias o a
la debilidad. Si Jesucristo pitara, también provocaría discordias, esto ni
dudarlo.
Por todo, ir al estadio o ver un partido de futbol
para apreciar el desempeño del árbitro me parece una depravación. A mí me gusta
este deporte por lo que tiene de fortuito y de azaroso, incluso de injusto.
Cuento entonces de antemano con las equivocaciones de los árbitros y los
jugadores, pero también doy por hecho sus innumerables y a veces maravillosos
aciertos. Todo es parte del juego, así que arremeter contra los “nazarenos”
(como les decíamos antes) por sus fallas es pecar de ingenuidad, considerar que
esos pobres seres de carne y hueso no son como nosotros, exactamente como
nosotros: humanos, demasiado humanos.