Estaba
en la preparatoria y en aquellos tiempos sucedía ya que las secundarias
federales padecían sobrepobladas por la escandalosa cantidad de sesenta
alumnos, y a veces varios más, en cada grupo. Los exámenes, por eso, solían ser
elementales, de unas pocas preguntas que permitieran al maestro la revisión más
veloz posible. Estaba en mi segundo año y yo sospechaba desde entonces que las
humanidades eran “lo mío”. Soñaba pues con dejar atrás, algún día, todo lo
referente a la física y el álgebra, como al final ocurrió cuando opté por
estudiar Derecho. En un examen de historia, una de mis pocas materias
favoritas, cierto compañero de cuyo nombre no puedo acordarme me pidió entre
dientes, desde el pupitre de atrás, que abriera el brazo para copiar la
pregunta número ocho. La maestra no podía derramar su mirada vigilante en todo
el salón, así que solía pedir ayuda a una secretaria o a quien fuera. Vi casos raros,
como el de un profesor que llevó incluso al conserje de la escuela con tal de
impedir que los alumnos copiaran. Diez minutos después yo tenía el examen
concluido, pero con más desidia que generosidad, o no sé si miedo a que me
descubrieran pasando las respuestas, esperé el momento oportuno para facilitar
el trabajo de mi amigo. Entonces, lejos la maestra y distraída en una ventana
su aburrida ayudante, abrí un poco la axila y dejé pasar la mirada de mi
compañero. “Listo, la copié, listo”, me dijo con un susurro. Unos días después
recibí un diez de calificación (los exámenes eran, como ya dije, simplísimos,
tal blandos que un adulto con información mediocre podía responderlos en dos
minutos). Pasaron varios días y llegó la calificación de la materia. Mi
compañero recibió la suya y de inmediato me buscó para hacerme un comentario
burlón: “Por tu culpa obtuve un 9 (nueve) de calificación”. Su única respuesta
incorrecta fue la que me había copiado. Obviamente me desconcertó, pues yo saqué
10 (diez) final. Le pedí que me mostrara su examen, y allí estaba la razón de
su 9. La pregunta solicitaba anotar las ciudades donde habían estallado las dos
primeras bombas atómicas. Con lápiz, claramente, mi compañero había copiado y
ésta había sido su respuesta: “Hiroshima y Nacozari”.