Llegó al cementerio en la
madrugada, a las dos en punto. Con dificultad brincó la barda enana que lo
separaba de los túmulos y afortunadamente pudo ver, gracias a una luna llena
que parecía foco, la cuadrícula polvorienta de caminitos y el decorado
escenográfico de lápidas y cruces que le recordó películas mexicanas de terror.
Un perro ladró a lo lejos, y más lejos aún sonó el pitazo imperativo de un
tren. La noche de noviembre ya no guardaba calor ni mosquitos, sino un
fresco que en mejores situaciones hubiera sido disfrutable. Avanzó con los ojos
puestos en los árboles, atento al sitio convenido. Lo encontró junto al pinabete
que lucía sus tristes greñas con un horror obvio en ese ámbito. Había alcanzado
los sesenta y dos años con una enfermedad metida en el fondo de los huesos. El
hoyo era de buen tamaño y, al parecer, tenía la profundidad suficiente para
aislarlo de todo. Pensó en el pasado inmediato, en el lento o quizá no tan
lento descenso hacia el abismo de la depresión. Poco a poco, sin quererlo pero
también sin luchar en contra de ellos, los problemas se fueron acumulando a su
alrededor. La pérdida del trabajo, el quebranto de su relación de diez años, la
aparición del mal hospedado en su cuerpo cuando fue al examen de rutina… Todo
venía a pique, trató de meter las manos pero pronto vio que era imposible. El
cuerpo da hasta cierto límite, y el alma igual. Ahora ninguno de los dos estaba
a modo para defenderlo: cuerpo y alma se mostraban ahora vencidos y no tenía
caso oponerse al destino ya sellado. Todavía miró hacia el cielo. Vio la luna,
unas nubes afiladas, las ramas lúgubres del pinabete, el caminito de tierra.
Nada, no había consuelo en nada, ni arriba ni abajo. Se colocó al borde del
agujero, sentado, y al empujarse un poco con las manos cayó como bulto,
derrumbado en el fondo, quizá con el tobillo roto. En la cintura, metida en el
pantalón, guardaba la pistola. La colocó de frente a su boca. Ahora no veía
nada, sólo sintió la gelidez metálica del cañón por el que saldría su balazo.
El panteonero había cumplido con el trato bien pagado de hacer el hoyo. Antes
de dispararse deseó que ojalá y aquel hombre llegara con la aurora, callado y
responsable, a recoger la pistola y reintegrar la tierra al boquete ya
habitado.