Bajé
del camión y lo primero que se me ocurrió fue husmear por la ciudad, comenzar a
conocerla pese a sus 38 grados. Así que esto es La Laguna, pensé. Tanto que me
la platicó mi padre, oriundo de acá. El viejo todavía alcanzó a ser fanático
del Santos, pero no me contagió, pues yo torcí hacia Chivas desde que estaba en
la primaria. Mi padre festejó como loco el primer campeonato, allá por el 96, y
un año después se nos adelantó. Desde entonces, para homenajearlo en secreto,
quise echar una vuelta a su ciudad, a Torreón, pero jamás se dio la oportunidad
hasta este día. En la empresa me comisionaron y no me hice del rogar, tomé el
bus y nueve horas después llegué a la cochambrosa terminal. “Los primero es lo
primero, mijo. Vaya al Torreón viejo, camine por la Casa del Cerro y échese una
cerveza en el mercado Alianza. Allí empezó mi ciudad”. Eso hice. Sólo traía una
mochilita de hombro y antes de buscar hotel se me ocurrió tomar un taxi hacia
el “Torreón viejo”, como le decía mi padre. Cuando llegué a la zona comencé a
culearme. Era un sitio espantoso, caótico, parecía un mercado de la India. Bajé
de todos modos y erré sin rumbo. Me asombró la cantidad de perros callejeros,
tantos como personas. También me asombró la cantidad de catarrines, todos
tirados o sentados en la calle con su frasco de alcohol médico mezclado con
cualquier refresco. Vi de lejos la famosa Casa del Cerro y me prometí visitarla
con más calma. Luego me interné en un laberinto de callecitas con fruterías,
carnicerías, queserías y todo lo que termine en ías. Hallé, por cierto, varías
cervecerías semiocultas y por supuesto sórdidas. Vi una que además contaba con
billares. Entré. Estaba sola, pero apenas me senté, comenzaron a poblarse las
otras mesas. Supongo, por las fachas, que eran albañiles, jornaleros, raza de
combate a ras de suelo. Sentí que algunos me miraban de vez en vez. El solo
hecho de usar lentes era allí una diferencia sustancial. Pensé en beber sólo
una Indio y salir, pero me gustó que estuviera harto fría y me tomé la segunda.
Algo más me gustó: la música norteña de la rocola, triste y justísima para el
lugar. Cinco horas después salí de allí, mareado y vagamente orgulloso porque
le cumplí a mi padre: empecé a conocer Torreón por su comienzo. Luego pedí un
taxi hacia cualquier hotel.