Hace
un año leí El retobado. Vida, pasión y
muerte del Gauchito Gil (Continente, 2011, 91 pp.), de Orlando Van Bredam.
La palabra “retobado”, y el sobrenombre y el apellido del protagonista quizá
digan poco, o nada, en México. Retobado, según el lexicón de la RAE, es
indómito, obstinado, y en una tercera acepción marcada como coloquialismo de
Perú, Paraguay y Argentina, es enojado,
airado, enconado. En cuanto al apodo, obviamente es diminutivo de gaucho, y Gil
es el apellido de Antonio Mamerto, personaje nacido en Payubre, provincia de Corrientes, Argentina, alrededor de
1840.
Las dos fechas retienen la vida de un sujeto que sin
querer, porque el destino a veces es así, pasó a la historia y se convirtió en leyenda
popular. El Gauchito Gil o “el Gauchito” a secas, como se le conoce en la
Argentina, es una especie de santo no oficial venerado en aquel país, un
personaje que motiva santuarios, peregrinaciones, estampas, oraciones y todo lo
que habitualmente se le dedica a un intercesor. Las versiones sobre su existencia
no se ponen de acuerdo en muchos detalles, pero eso es precisamente parte de lo
que convierte en mito al mito: no tener una versión única del personaje y sus
hechos, lo que alimenta la imaginación popular.
Apresado y degollado luego de mil andanzas que mezclan lo
delincuencial con lo político, se cuenta que el Gauchito dijo a su verdugo unas
palabras: reza por mí y tu hijo enfermo se salvará. El verdugo, luego de matar
a Gil, rezó y su hijo continuó vivo. A eso, claro, siguió una creciente
veneración, inmensa hoy.
Encarado
con garra, este relato sobre el Gauchito Gil es una novela intensa y bien
articulada sobre un personaje histórico e icónico de la Argentina. Más allá,
sin embargo, de su carnadura real y de los supuestos milagros que obra, el
Gauchito Gil es aquí una especie de pretexto literario; lo que El retobado reconstruye es pues, en el
fondo, la atmósfera violenta del siglo XIX argentino que es el siglo XIX
latinoamericano y acaso los siguientes siglos, pues la violencia no ha cesado y
en ella se confunden fácilmente la realidad y la superstición. Escrita con un
estilo a un tiempo áspero y poético, hermosa dentro de la fiera rusticidad del
ambiente que coagula, la novela de Van Bredam ficcionaliza un tema en cuyo
centro está, en efecto, el drama de Antonio Mamerto Gil, pero también el
hombre —cualquier hombre— echado a caminar en la oscuridad, entre la
ignorancia, el arrojo y la barbarie.
Es
en suma una novela que impresiona por eso: por su capacidad para extraer belleza
allí donde sólo parece haber brutalidad, sangre sin fin.