Tiene casi ochenta años, goza de
buena salud y conduce una austera Ford 2008, su vehículo de trabajo. Es un
hombre sereno, respetuoso y ajeno a los problemas con los demás. Para él, su
trabajo es un asunto de responsabilidad, disciplina y paciencia. Así ha sido
durante más de sesenta años. Jamás ha tenido altercados de tránsito, pues desde
que maneja lo hace con absoluta corrección, sin precipitarse, seguro de que
nunca hay razón para pisar el acelerador a fondo. En todo es un tipo correcto,
un hombre de antes, un viejo de los que se formaron en la intuitiva
caballerosidad de los cincuenta. Este tipo es mi padre, pero podría ser
cualquier otro señor de esa edad y con esa educación ciudadana.
Pese a eso, muy recientemente lo
han multado un par de veces casi seguidas por exceso de velocidad. Sí, un
hombre que jamás ha burlado un semáforo en rojo, que jamás se ha estacionado en
lugares prohibidos, que jamás ha conducido sin papeles o sin láminas, en los días
cercanos se ha convertido en una especie de Fittipaldi según los radares de la
autoridad gomezpalatina. Por supuesto, no les creo a esos radares y no le creo
a la autoridad que los habilita no para prevenir accidentes y proteger a la
ciudadanía, sino para recaudar.
Según el registro de los radares
que han provocado las dos multas, mi padre se ha excedido dos o tres kilómetros
por hora del límite fijado. Un exceso ridículo, imperceptible al ojo humano,
pero suficiente para sancionar porque los radares no mienten. En otras
palabras, no se aplica un sentido común preventivo: que pasarse dos o tres
kilómetros del límite sirva para amonestar, para recomendar, para advertir, no
para multar, y que excederse descaradamente en efecto motive las sanciones. Si
no fuera así, las carreteras harían énfasis con luces y letreros en puntos muy
visibles y los radares estarían en sitios adecuados para prevenir, no donde es
casi seguro que el conductor va a caer en la telaraña para ser multado.
Doy un ejemplo que me queda cerca,
pues aunque soy un caminante irredento más que un conductor (odio manejar),
debo atravesar este punto con cierta frecuencia. Es el paso aledaño al Issste
por la avenida Allende. Siempre me he preguntado por qué los agentes se colocan
exactamente al lado del hospital y no unos cien metros antes. Claro, colocarse
un poco antes sólo les daría margen para prevenir, no para multar, y por allí
no va el negocio.
El gobierno, en todos sus niveles
y movido siempre por un feroz espíritu recaudatorio, lo que quiere es el dinero
de la ciudadanía, no su seguridad.