Sucede
con frecuencia en el grupo de escritores: mientras los interlocutores hablan,
no falta que alguno se separe mentalmente de la conversación, saque un
cuadernito, desenfunde el bolígrafo y escriba algo en secreto: una idea, una
palabra, un dato, lo que sea, no lo sabemos. Allí queda, oculta al mundo, una
larva de lo que después será, cómo saberlo, un poema, acaso sólo un verso, un
cuento, acaso sólo un párrafo, quizá nada. Es una manía de escritor, y es tan
visible que en ocasiones puede ser una pose, apenas una simulación para que el
grupo que ve el acto aprenda a respetar.
No
fui ni seré de los que usan cuaderno de notas. He intentado algunas veces, e
incluso hice la lucha con el famoso Moleskine, pero el experimento arrojó un
saldo lamentable: apenas quise escribir en esas exquisitas páginas y sentí
horror ante la posibilidad de mancillarlas con mi letra siempre chueca,
infantil. En nada se parecía el resultado a los cuadernos de escritores legendarios
o cercanos, y el miedo a sentir que esas paginitas color crema podían caer en
otras manos me bloqueó de modo radical. Comencé en mi vida tres cuadernos de
notas, y en ninguno pasé de las tres o cuatro hojas.
Esta
casi invisible incapacidad tiene que ver en algo con la formación. Desde que
comencé a escribir usé máquina para no ver la fea letra que me salía de la
mano. Sólo unos cuantos textos de 1985 u 86 pude escribir a lápiz o a
bolígrafo. Pronto advertí que las palabras me fluían mejor si las tecleaba, así
que la convivencia con la máquina mecánica me duró, aproximadamente, de
mediados de los ochenta hasta 1993, cuando compré mi primera computadora. Desde
entonces, sólo una vez, en 2004, y a falta de otra herramienta, escribí un
cuento a bolígrafo sobre el envés de un plano. Estaba fuera del país, no cargué
computadora, no había máquinas mecánicas y ni siquiera hojas, así que tomé la
parte clara del plano para desarrollar una historia que en aquel momento pugnó
por salir. No sé si la experiencia me gustó. Supongo que no, pues jamás la
repetí.
Hubo
un tiempo, como lo señala Francesco Piccolo en Escribir es un tic, libro que aprecio mucho, en el que rivalizaron
pluma/papel, máquina de escribir mecánica y “ordenador”. Muy poco después, la
herramienta intermedia fue brutalmente eliminada, y quedaron en el ring el
cuaderno y la computadora. Hoy, creo, el teclado electrónico ya ganó la guerra,
pero no faltan quienes todavía escriben a mano al menos sus veloces notas. Yo
ni eso, como dije. Hoy tomo notas en el celular, con el programa Evernot, y
todo fluye bien. Al menos no se da el bloqueo sufrido en mi fracaso Moleskine.