Mientras nos distraemos con
decenas de escritores que van y vienen, muchos de ellos movidos sólo por
palancas marquetineras, se nos pasa la lectura de artistas verdaderamente
grandes, de hombres colocados al margen de aparadores siempre atiborrados de
libros que no resistirán el peso del tiempo y serán olvidados poco más allá de
su pequeña cresta publicitaria. Uno de esos escritores tocados por la perennidad
y ajenos desde hace mucho a los grandes anuncios es Agustín Yáñez. Autor de una
de las obras más sólidas del siglo XX mexicano, Yáñez permanece porque sus
ficciones fueron escritas con un sentido profundamente consciente de lo
estético. Como pocos escritores, Yáñez supo trabajar los materiales temáticos
que le quedaron más a la mano con una prosa cuyo aliento poético se distingue
en cualquier trazo.
Si el lector de hoy desea convivir
con libros en los que palpita el imán de la belleza, todo es que busque, por
ejemplo, Las tierras flacas, La creación
o Al filo del agua, historias que
jamás defraudarán porque su hacedor supo recoger en ellos el alma de seres
vivos movidos por impulsos y apetencias inmediatos, hombres y mujeres que
interactúan en universos retratados con emotiva densidad, siempre descritos con
una voluntad de estilo como pocas veces se ha visto en la literatura mexicana.
Si Yáñez sigue siendo un escritor de altos alcances se debe, reitero, a que en
sus obras no hay un solo párrafo mal urdido.
Devoto lector de Yáñez, Saúl
Rosales sentía tener una deuda con él y la saldó hace poco en un libro
doblemente titulado: Mi iconografía del
barrio de Yáñez y ¿Que dónde nació
Agustín Yáñez? La portada amplia que se trata de dos crónicas y que tales
textos vienen acompañados por fotos. Es pues un libro completamente volcado al
gran escritor de Guadalajara, un homenaje de lector agradecido con el genio y
la figura de, tal vez, el más dotado narrador que haya dado el estado de
Jalisco si olvidamos por un momento a Rulfo.
El escritor lagunero camina el
espacio infantil de Yáñez, escudriña sus calles, observa sus edificios y
registra con palabras y con imágenes (tomadas por él mismo) lo que pudo ser la
realidad —porque ha cambiado— del gran escritor. Como corresponde al tema, todo
lo dibuja con el delicado tratamiento de la crónica, un género que permite el
lujo poético, un lujo que nos convida a revisitar tanto el espacio físico como
el literario de Agustín Yáñez.