A continuación, el prólogo que escribí para el libro Decir el ansia urgente, de Fernando Martínez Sánchez, Conaculta, Secretaría de Cultura de Coahuila, colección Arena de poesía, Saltillo, 2014, 126 pp.
Fernando Martínez Sánchez o la poesía reincidente
Jaime Muñoz Vargas
El
vago azar o las precisas leyes que rigen este sueño, el universo, me
permitieron gozar la generosa y festiva amistad de Fernando Martínez Sánchez
(Torreón, Coahuila, 21 de septiembre de 1936-10 de enero de 2014). Pese a la
diferencia de nuestras edades (soy del 64), mi relación con Fer, como siempre le dije, duró casi 25
años, poco más o poco menos. Como muchos en La Laguna, lo conocí en alguna
actividad cultural de las muchísimas que aquí organizó, esto a finales de los
ochenta o principios de los noventa. Ya entonces él radicaba totalmente en La
Laguna luego de su larga estancia en la capital del país, donde egresó por la
UNAM de contaduría pública.
Las
anécdotas que puedo contar luego de mi convivencia con Fernando son numerosas.
Casi todas ocurrieron en Torreón, pero por razones de trabajo literario algunas
se dieron en Saltillo y el D.F. Fernando fue siempre un tipo incansable, un
hiperactivo de ésos a los que nunca les ajusta el día para despachar las mil y
una actividades en las que se involucran. Jamás, pues, lo vi quieto, o sólo dos
veces: cuatro meses antes de su muerte, cuando por el deterioro de su salud
debía mantenerse sentado, y la otra justo un día antes de su partida, cuando ya
estaba inconsciente en una cama de hospital. Pude, pues, despedirme de este
querido amigo, tocar su mano pálida e inmóvil, verlo vivo por última vez luego
de muchísimas conversaciones y carcajadas.
Nunca
dejó de asombrarme su vitalidad. Yo tenía poco más de veinte años cuando
trabamos nuestros primeros diálogos. Recuerdo que aquellos acercamientos
iniciales de Fernando se debieron al gustoso asombro que le provocó la
irrupción del grupo literario Botella al Mar, en el que participé. Me dijo con
estas o parecidas palabras que había notado un timbre especial, fresco y lúcido
a la vez, en escritores como Gilberto Prado y Pablo Arredondo. Creo que en ese
elogio me incluía, así que pronto nuestro primer contacto derivó en encuentros
cada vez más frecuentes y en intercambio de ideas, de libros y proyectos.
Mi
amistad con Fernando se extendió a María Caliano, su esposa, y a sus cuatro
hijos: Fernando, Gerardo Joel, Mireya y Cristián. Lo extraño de esto es que
jamás sentí que entre Fernando y yo hubiera casi treinta años de diferencia.
Con su actitud, con su desenfado, con su risa y su ímpetu vital lograba ser un
joven de tiempo completo. Era un obseso del trabajo, pero lo era más de los
placeres que eligió y nunca dudó en darse a manos llenas, sin límites visibles:
los libros, el cine, el teatro, la música, la buena mesa y los viajes. Por
ello, Fernando no podía ganar un peso sin que ya estuviera pensando en qué
libro, película, teatro, disco, restaurante o destino turístico lo gastaría.
Además
de su buena memoria, esta es la razón por la que sus referencias
bibliográficas, cinematográficas, teatrales y demás parecían no tener coto,
casi como si fuera un internet viviente en las materias de su interés. Las
sobremesas con Fernando eran entonces memorables. Si uno, por ejemplo,
mencionaba una trama del abundante Simenon, Fernando la conocía y daba
minuciosos detalles; si otro recordaba vagamente el nombre de una actriz
perdida en los créditos de cualquier film alemán, Fernando mencionaba las
películas y los roles en los que participó. Así era, un océano de experiencias
artísticas, un gozador empedernido de la creatividad humana.
En
medio de sus innumerables trajines laborales y hedónicos Fernando no dejó,
además, de escribir. Lo hizo siempre, casi hasta el ocaso de su vida, en
periódicos y revistas, y en menor escala, pero suficiente, como narrador y
poeta, en libros. El número de sus títulos no es alto, pero creo que la calidad
de su obra, sobre todo la poética, es harto estimable, tanto que a mi juicio —y
se lo dije en varias oportunidades— él fue esencialmente un poeta, un hombre tocado
por la magia del verso. La prueba que verifica esta afirmación podemos
hallarla, si no me equivoco, en Decir el
ansia urgente, la selección reunida en estas páginas.
Para
armarla convoqué todos los libros con poesía del autor. Uno de ellos, Nada y ave (Pléyade, 1963) es en
realidad un libro con prosa poética y cuentística, pero asombrosamente abre con
un poema químicamente puro. Digo que esto es asombroso porque parece una tardía
confirmación de lo que siempre le comenté a Fernando, incluso antes, mucho
antes, de que yo pudiera establecer contacto con Nada y ave: “Eres poeta, Fer, la poesía es lo tuyo”. Pues bien,
ahora que pude conseguir el libro lo primero que allí destaca es que “Nido de
palabras”, un poema, sirvió como primera escala en un material prosístico y de
alguna manera inauguró la carrera literaria de su autor. Es difícil —o
imposible, más bien— saber por qué Fernando no marginó ese poema, pero dado lo
que sucedió luego es inevitable asociar la carrera estrictamente poética de
autor con aquel poema de juventud. Fernando tenía entonces 27 años, era un
adulto ya, estaba en el DF y sé que al margen de la chamba alimenticia
exploraba espacios literarios con reconocidos escritores como los mexicanos
Ermilo Abreu Gómez y Emmanuel Carballo, y el peruano Edmundo de los Ríos. Pese
a la juventud de Fernando, “Nido de palabras” es ya un poema cuajado de
aciertos, yo diría que hasta impecable. Siento que en sus imágenes todavía late
el influjo de las vanguardias, y por allí le sospecho, por ejemplo, al mejor
Maples Arce. Es lo de menos. Lo de más es que el poema se deja leer de un jalón
y permite —o permitió en su momento— advertir la llegada de un buen poeta.
El
anuncio de aquella obra cristalizó en Suma
presencia (Ediciones Oasis, 1967), primer poemario-poemario de Fernando y a
mi juicio su libro más logrado. El autor tenía 31 años y allí, en esas breves
páginas, dejó caer poemas de un notable encanto expresivo, tanto que Emmanuel
Carballo resaltó en sus diarios la pericia expresiva del lagunero. En esta
selección he creído importante acopiar un número importante de piezas de Suma presencia. La razón es simple: sólo
tuvo aquella edición, la del 67, pese a que se trata de un libro más que bien
articulado.
Los
caminos de la creación artística son inescrutables, por eso no sé cómo explicar
el silencio poético de Fernando luego de publicar Suma presencia. Aventuro la hipótesis de la hiperactividad:
Fernando se echaba tantas tareas a cuestas y disfrutaba hasta el fanatismo de
tantas manifestaciones artísticas que pospuso y pospuso y pospuso lo que a mi
parecer, insisto, fue su mayor virtud: la escritura de poemas. La pospuso, sí,
pero siempre reincidió, y eso a fin de cuentas es lo que debemos subrayar.
Imagino ahora que si hubiera sacrificado otras actividades, si no hubiera sido
devorado por la cinefilia o el teatro o la promotoría cultural, el lapso que
corrió entre su publicación del 67 y la siguiente no sería tan amplio como lo
fue. Por limitaciones de espacio no es posible traer aquí toda su Suma presencia, pero de una vez deseo
imaginarle una edición íntegra, incluso en fascímil.
En
1980 apareció Reincidencias
(Macondo-Ayuntamiento de Torreón), el segundo libro de poemas de Fernando. La
edición es modesta, pero su contenido ratifica la calidad del artista. Los
versos mantienen la musicalidad y el brillo metafórico, y los temas siguen
siendo la mujer, el amor, el abandono y la desdicha que jamás condesciende a la
autoflagelación. Tiene unas palabras prologales de José Muñoz Cota, quien
afirmó: “Fernando Martínez es un varón correcto. Bien educado, de maneras
suaves y discretas. Así son las líneas de su poesía. No levantan el tono ni
mueven las manos con exageración. No gritan. No agonizan”.
Tuvieron
que pasar 28 años para tener Al filo de
la ausencia (Iberia Editorial, 2008), nuevo libro de Fernando. Aprovechando
la coyuntura de un homenaje, yo hice y pagué la edición, y lo preparé como un
regalo secreto para mi amigo. En el Teatro Nazas presentamos esa noche su
novela Mi nombre es lluvia, y allí,
sin que él supiera nada, le hice entrega de ejemplares que regaló al público.
Con perdón por la autocita, una parte de mi prólogo explica todo aquello:
De los
géneros literarios encarados por Fernando Martínez Sánchez (…), su poesía
destaca, a mi juicio, con hipnótica fosforescencia. Es, creo, un escritor
tocado por la maestría para articular en verso su pensamiento y su emoción, de
ahí que por su mano fluyan con extremosa facilidad las imágenes y el ritmo, la
música de las palabras vertida sobre la partitura en blanco que es la cuartilla
del poeta. Esa es la razón por la que aprovecho el justo homenaje que Martínez
Sánchez ha recibido el 20 de febrero de 2008 para mostrar, convocado en este
libro, un lote de poemas que hace algunos años tuvo la generosidad de acercarme
sin mayor propósito que el de compartir sus “originales”, textos ya pulidos y
listos para una potencial edición.
Los
sonetos reunidos en Al filo de la
ausencia han pasado pues un lapso no muy largo, aunque innecesario, de
silencio. Los mantuve celosamente hospedados en un archivo digital porque sabía
que tarde o temprano se iban a conjugar las circunstancias para darles
continente de libro y ofrecerlos al lector. Ese momento ha llegado, y me honra
saber que tengo aquí la suerte de difundir estos hermosos sonetos de Martínez
Sánchez en ocasión tan propicia: un homenaje, su homenaje.
También
tuve algo que ver con Silabario de Eros
(UA de C, 2009), su último libro de poesía. Había comenzado el declive de su
salud y me confió aquel libro. Lo propuse a la UA de C y trabajé con Gerardo
Segura y Claudia Berrueto para que la edición fuera perfecta. Este libro
incluye algunos poemas que Fernando había publicado en Las voces del tranvía (Ayuntamiento de Torreón, 2007); la
compilación es de Rossana Conte y tiene dos prólogos, uno de Eduardo Langagne y
otro de Gilberto Prado Galán, quien señala lo que a mi juicio puede también
notarse en los cuatro poemas que seleccioné de Silabario de Eros: “La poesía de Fernando Martínez Sánchez ha
transitado de la mesura y corrección formales, como se aprecia en el soneto
‘Deseos’, hasta la puesta en marcha de poemas irreverentes, coloquiales y
apasionados como ‘Silvana: estrella en blanco y negro’. Esta poesía oxigena el
territorio lírico al ignorar la mojigatería y el recato”.
Recapitulo.
De Nada y ave tomé el único poema que
allí habita. De Suma presencia, una
buena parte por los motivos ya expuestos: su brevedad y su precoz fortuna
literaria. De Reincidencias, la mayor
parte de su contenido, pues es un libro también breve y eficaz, casi una plaquette. Igual hice con Al filo de la ausencia, y de Silabario de Eros elegí pocas piezas
dado que es un libro todavía disponible si uno lo busca en las instancias
editoriales de la UA de C.
Debo
confesar por último un problema. Fernando retrabajó algunos de sus poemas y de
una edición a otra llegó incluso a modificarlos casi hasta convertirlos en
productos nuevos. Enfrenté pues la disyuntiva que seguramente han arrostrado
otros seleccionadores en similar trance: ¿cuál versión dejar de “un mismo”
poema? Por un momento pensé en elegir la más reciente, la retrabajada con el
paso de los años por el autor, pero opté por el otro camino: incluir los poemas
de la primera versión disponible, esto por tres razones: 1) porque la primera
versión es innegablemente buena; 2) porque (principalmente en el caso de Suma presencia) resulta evidente que el
autor ya era un poeta formado desde su primer libro, y 3) porque la selección
cronológica nos permite apreciar mejor la evolución del escritor.
Fernando
Martínez Sánchez murió la tarde del 10 de enero de 2014, en Torreón. Al día
siguiente le dediqué una columna cuyo cierre también me sirve en esta
presentación: “Pese a nuestra diferencia de edad, conviví con él en
incontables/imborrables momentos. Edité dos de sus libros y recibí como regalo
muchos de su enorme biblioteca. Gracias a él tengo, por ejemplo, el Tesoro de la lengua castellana de
Sebastián de Covarrubias, una joya. No olvidaré (supongo que muchos en La
Laguna podrán decir lo mismo) a don Fernando Martínez Sánchez. Yo lo recordaré
principalmente por las que fueron, creo, sus dos máximas virtudes: la poesía y
la risa”.
Sea.