Alejandro Pérez, el saltillense autor de Murania y buen amigo, me envía al mail un artículo de otro apreciado compañero de trajines, el historiador Carlos Manuel Valdés Dávila, a quien admiro y estimo y de quien ya he celebrado alguna vez sus notables libros. Saltillense también, Valdés Dávila se me aparece siempre en la memoria como humanista consumado: un hombre que ha llegado a la bondad por el camino de la inteligencia, de la preparación ardua en los terrenos del aula y la biblioteca. Es un hombre sabio y generoso, un dechado de erudición como hay pocos en Coahuila. No por nada es doctor en historia por la Universidad de Perpiñán, Francia, además de tener una tonelada más de títulos ganados a punta de talento y tenacidad.
Pues bien, Valdés Dávila expone en “La responsabilidad”, artículo que publicó en Vanguardia, una serie de ideas que deambula el derrotero muchas veces recorrido del compromiso que debe o no debe tener quien se dedica a escribir. Es un momento oportuno para replantearlo, pues el mapa del país se nos cae a pedazos de la pared y la crítica es, precisamente, un medio para intentar el enderezamiento de los rumbos o al menos advertir que el mapa del país se nos cae a pedazos de la pared. Soy de la idea de que hay muchos caminos, no uno, mediante los cuales puede comprometerse quien escribe. Los jóvenes suelen ser radicales, suicidas: prefieren un solo golpe de efecto a la labor pausada que, a la larga, les pueda dar alguna voz y credibilidad. Como se podrá advertir, pasé ya la edad en la que escribía textos que aspiraban —siempre fallidamente, vale decir aunque sea obvio— transformar al mundo y sólo cerraban puertas y agudizaban mi posición de aislamiento. Ahora, más reposada el alma, creo que la labor de quien escribe (escritor, académico, periodista) es mantener alerta las antenas y hablar, en la medida de las posibilidades de cada quien, por los que han sido excluidos de eso, de una voz. Es un tema largo y escabroso, pues depende de muchas especificidades, pero no creo que la escritura tenga derecho ahora, en nuestra realidad, a eludir, a refugiarse en la famosa torre de marfil, a callar.
Subrayo que hay muchas especificidades. Doy un caso: no falta que muy cercanos amigos me traigan temas candentes, espinosos, así sea del ámbito cultural. Me azuzan, acelerados: “Jaime, es necesario acabar con tal situación. Tú puedes escribir sobre eso”. Veo la legitimidad del problema, pero también veo mis fuerzas y la capacidad de respuesta contraria; luego evalúo: “Me piden opinar sobre tal hecho, y si lo hago tal vez ése sea mi último comentario, pues la situación puede ponerse dura”. Entonces declino, pues uno no es invulnerable (en lo físico, en lo económico, en lo intelectual) y escojo el camino de la prudencia: vale más conservar la presencia que dé cancha a una labor (como dicen ahora) propositiva y larga, a un exabrupto que sí, en efecto, parezca muy valeroso aunque a la larga termine por convertirse en nada. En otras palabras, quien escribe no es Supermán; quien escribe, quien escribe en serio, por lo general es un sujeto vinculado a los libros, a las aulas, al goce estético o cognoscitivo, un ser pacífico y sin grandes recursos de fortuna, un ser que por la casualidad de vivir en cierta geografía triste se ve en la imperiosa obligación de encarar una disyuntiva: u opina, o calla. Esa es la posición, digamos, extrema, pero podemos decir que, en medio, u opina con prudencia, con inteligencia, con sagacidad, con astucia, o calla por miedo o evasividad, cierto, aunque también por instinto de conservación, para no acelerar el proceso de aniquilamiento que algún poder quiera ejercer sobre él.
Carlos Manuel Valdés cierra su brillante comentario con estas palabras: “responsabilicémonos por cada uno de los vivos ahora, hoy mismo”. Lo que pide es pasar del rollo testimonial, meramente anecdótico, a la transformación de la realidad. Los caminos son muchos. Cada quien debe buscar el suyo.
Pues bien, Valdés Dávila expone en “La responsabilidad”, artículo que publicó en Vanguardia, una serie de ideas que deambula el derrotero muchas veces recorrido del compromiso que debe o no debe tener quien se dedica a escribir. Es un momento oportuno para replantearlo, pues el mapa del país se nos cae a pedazos de la pared y la crítica es, precisamente, un medio para intentar el enderezamiento de los rumbos o al menos advertir que el mapa del país se nos cae a pedazos de la pared. Soy de la idea de que hay muchos caminos, no uno, mediante los cuales puede comprometerse quien escribe. Los jóvenes suelen ser radicales, suicidas: prefieren un solo golpe de efecto a la labor pausada que, a la larga, les pueda dar alguna voz y credibilidad. Como se podrá advertir, pasé ya la edad en la que escribía textos que aspiraban —siempre fallidamente, vale decir aunque sea obvio— transformar al mundo y sólo cerraban puertas y agudizaban mi posición de aislamiento. Ahora, más reposada el alma, creo que la labor de quien escribe (escritor, académico, periodista) es mantener alerta las antenas y hablar, en la medida de las posibilidades de cada quien, por los que han sido excluidos de eso, de una voz. Es un tema largo y escabroso, pues depende de muchas especificidades, pero no creo que la escritura tenga derecho ahora, en nuestra realidad, a eludir, a refugiarse en la famosa torre de marfil, a callar.
Subrayo que hay muchas especificidades. Doy un caso: no falta que muy cercanos amigos me traigan temas candentes, espinosos, así sea del ámbito cultural. Me azuzan, acelerados: “Jaime, es necesario acabar con tal situación. Tú puedes escribir sobre eso”. Veo la legitimidad del problema, pero también veo mis fuerzas y la capacidad de respuesta contraria; luego evalúo: “Me piden opinar sobre tal hecho, y si lo hago tal vez ése sea mi último comentario, pues la situación puede ponerse dura”. Entonces declino, pues uno no es invulnerable (en lo físico, en lo económico, en lo intelectual) y escojo el camino de la prudencia: vale más conservar la presencia que dé cancha a una labor (como dicen ahora) propositiva y larga, a un exabrupto que sí, en efecto, parezca muy valeroso aunque a la larga termine por convertirse en nada. En otras palabras, quien escribe no es Supermán; quien escribe, quien escribe en serio, por lo general es un sujeto vinculado a los libros, a las aulas, al goce estético o cognoscitivo, un ser pacífico y sin grandes recursos de fortuna, un ser que por la casualidad de vivir en cierta geografía triste se ve en la imperiosa obligación de encarar una disyuntiva: u opina, o calla. Esa es la posición, digamos, extrema, pero podemos decir que, en medio, u opina con prudencia, con inteligencia, con sagacidad, con astucia, o calla por miedo o evasividad, cierto, aunque también por instinto de conservación, para no acelerar el proceso de aniquilamiento que algún poder quiera ejercer sobre él.
Carlos Manuel Valdés cierra su brillante comentario con estas palabras: “responsabilicémonos por cada uno de los vivos ahora, hoy mismo”. Lo que pide es pasar del rollo testimonial, meramente anecdótico, a la transformación de la realidad. Los caminos son muchos. Cada quien debe buscar el suyo.