miércoles, abril 22, 2009

Ovni en Durango



A propósito de obispos que ensordecen, estuve en Durango hace dos meses. Fui a presentar una revista. Me trataron, como siempre allá, muy bien, indefectiblemente “de usted”. Ya entrada la noche, luego de la presentación, voy con Raymundo Tuda a cenar. Despachamos unos tacos. Él va por un negocio de los suyos, de producción televisiva, y me acompaña con todo su conocimiento de duranguense a cuestas. Como a las once, ya despejados del trance alimenticio, volvemos al centro histórico de la capital. Me deja impresionado lo que veo, la hermosa iluminación de los edificios, la limpieza de las calles, la pulcritud y la belleza de lo antiguo bien conservado. Pega un fresco que colinda con el frío. Caminamos y es un gusto ver que a dos horas del calor terregoso de La Laguna está Durango y su precioso centro histórico. Tan grato es el momento en esas calles que en un arranque de alegría me da por pensar en una felicitación explícita para Susana Elósegui Cross, la guapa secretaria de Turismo en Durango.
Caminamos, pues, y al errar por allí damos con el punto desde el cual se ve el reflejo de “la monja” en la cúpula de la catedral. Leo la leyenda inscrita en una placa metálica. Es casi la medianoche y hay vida, agitación, ruido en el centro histórico de la capital duranguense. Un vendedor de hotdogs tiene su changarro lleno de clientes. Por allí, un trío le canta a una chamaca abrazada por su novio. La caminata, sin prisa, sigue. Pasamos a la plaza, y al lado del quiosco hay un grupo de jóvenes que entre gritos parecen jugar a las maromas, a la gimnasia o algo así. La noche convida al surrealismo: ¿qué hacen veinte muchachos vestidos de civil jugando al saltimbanqui? Ni Raymundo ni yo lo sabemos, pero es evidente que en la plaza no es normal hacer gimnasia a las doce de la noche. Al pasar junto a ellos, una jovencita nos dice: “A ver, señores, ustedes son los jurados”. Nos detenemos sin saber qué pasa: luego entre varias y varios hacen una especie de pirámide parecida a las que forman en los desfiles. Hacemos plática. Son un equipo de porristas de Nayarit y acaban de participar en una competencia específica de esa disciplina. Con la fortaleza y la desinhibición que da la juventud en bola, nos demuestran sus capacidades. Los hombres cargan a las chicas, las lanzan entre tres al aire y las atrapan con destreza. Luego de unos minutos, alucinados, nos despedimos de los estudiantes nayaritas y avanzamos hacia la camioneta.
Raymundo decide mostrarme algunos puntos de la ciudad, entre ellos la casa que habitó de niño. Vamos hacia allá. Ya pasamos la medianoche. Vemos su antigua casa, su escuela primaria. La conversación fluye sin prisa, con el gusto que provoca un clima perfecto y la sensación de paz. Una hora después regresamos al centro histórico. El asombro no cesa: a diferencia de las ciudades laguneras, el ombligo de Durango capital es un hervidero de trocotas y de transeúntes a una hora que para nosotros ya es incómoda. Hay mariachis en algunas banquetas, grupos de amigos en plan de divertirse, comida callejera en varias esquinas. Avanzamos por la 20 de Noviembre. Un semáforo en rojo nos detiene. Admiramos la panorámica. Luego Raymundo, desde su posición al volante, me exige que vea por el espejo de mi lado: “¡Mira atrás, rápido, asómate!”. Accedo a mirar por mi retrovisor. Lo que viene hacia nosotros es una luz enceguecedora: además de los faros habituales, la troca que se acerca luce un diamante hecho de aproximadamente doce faros al centro, en la parrilla. La luz es hipnótica. Cuando esa Hummer se coloca al lado mío, concluyo que en La Laguna no podría circular algo así de ostentoso y estridente, como un Ovni. El chofer de la troca es un joven que va tocado con una gorra de beisbolista. Creo notar, de un vistazo, incrustaciones diamantinas en su cachucha y chicas jóvenes con él. Bajo la vista, pero siento que el joven me mira retador. Mi tensión dura como treinta segundos, y Ray concluye:
—Quizás es el hijo de uno muy pesado y tú ni cuenta.