No sé qué estatus tenga en la Argentina el trabajo literario de Alejandro Dolina (Baigorrita, Partido de General Viamonte, provincia de Buenos Aires, 1945). Quiero suponer que, en algo, la fama de este autor se asemeja, toda proporción, a la de nuestro recordado Negro Fontanarrosa. En efecto, puede ser un personaje querido, leído por miles, pero visto con cierta risilla desdeñosa por los núcleos “serios” de la intelectualidad pampera. Creo que no supongo tan mal en este caso, pues así como a Roberto Fontanarrosa muchos no lo aceptan como escritor (aunque lo sea, y de los mejores) porque se dedicó también a la historieta, es seguro que Dolina difícilmente será aceptado como estupendo creador literario simplemente por el éxito de su programa radiofónico “La venganza será terrible”.
Pero es lo de menos. Lo que cuenta es la obra en sí, más allá o más acá de cualquier otra consideración aledaña, como ocurre con los premios, que muchas veces sólo esmaltan falacias o talentos infinitamente mirmidónicos. Y la obra en sí de Dolina, para quienes no lo conocen en México (léase todos los mexicanos, salvo seis o siete), es valiosa o al menos, para mí, atendible. Tanto en Crónicas de Ángel Gris como en El libro del fantasma, Dolina hace gala (y esto es cierto, no un lugar común) de un humor y una imaginación que ya quisieran muchos escritores no contaminados por las artes menores de la radiofonía o por la mala suerte del éxito comercial.
Deudor inocultable de Borges (quién no lo es de alguna forma, me pregunto), Dolina casi le calca algunos tics formales y temáticos; por ejemplo, el vaivén entre la mitología del barrio y la mitología erudita, la búsqueda de frases aparentemente serias pero siempre irónicas, el placer en afirmar como ciertas las referencias históricas más descabelladas y la costumbre de extraviarse deliberadamente entre el cuento, el ensayo y la poesía. Dolina no tiene, por supuesto, el enfoque inusitado que Borges le daba siempre a cualquiera de sus aventuras literarias, pero enseña garra, encanto, imaginación y humor a pasto, todo adornado con una prosa que nunca batalla para golpear en el adjetivo ideal, ése que debe ser ése y ningún otro más.
Los libros anteriores de Dolina se parecen a Bar del infierno (2004, Planeta), que es una colección heterogénea de “momentos”, de textos breves y del más colorido pelaje. Son y no son, a la vez, cuentos, ensayos, artículos, apuntes, notas; son, en suma, como alebrijes (que no centauros) de palabras. Pasa entonces que de pieza a pieza nos hallamos frente a criaturas endemoniadas, con rostro malicioso y sangre ligera. Para los amantes de la literatura fantástica es un archipiélago de tentaciones, un deleite que nos aleja del mundo cercano y a la vez nos acerca, paradojas del genio artístico, al meollo de la sinrazón humana más contemporánea.
Si el humor de Dolina cansa un poco en la radio, en el libro alienta permanentes expectativas. Es disfrutable en todo, principalmente en las estampas dedicadas, como experto aparente, un rasgo borgesiano más, a la milenaria cultura china. Sinólogo de barrio bravo porteño, Dolina pasea a sus lectores por un pasado que de tan remoto en el tiempo y el espacio termina por ser, da lo mismo, cierto o falso a los ojos de un lector occidental más bien preocupado por las rutinas de la urbe sin otro mito que el de la felicidad a precio de esclavitud y débitos bancarios.
Lo descubrí, porque el azar a veces es dadivoso, en 2002. Desde entonces lo he leído con frecuencia e interés, y quiero sospechar que otros en México lo encontrarán digno de búsqueda y lectura. Tímidamente, esta es la primera vez que digo algo sobre él en público. Pero Dolina puede presentarse solo. Basta leerlo para saber de golpe que es un autor raro y valioso. Puedo decir rarísimo y valiosísimo, pero no quiero sonar hiperbólico en mi elogio. No hay necesidad de exagerar en un caso tan evidente de buena calidad.
Pero es lo de menos. Lo que cuenta es la obra en sí, más allá o más acá de cualquier otra consideración aledaña, como ocurre con los premios, que muchas veces sólo esmaltan falacias o talentos infinitamente mirmidónicos. Y la obra en sí de Dolina, para quienes no lo conocen en México (léase todos los mexicanos, salvo seis o siete), es valiosa o al menos, para mí, atendible. Tanto en Crónicas de Ángel Gris como en El libro del fantasma, Dolina hace gala (y esto es cierto, no un lugar común) de un humor y una imaginación que ya quisieran muchos escritores no contaminados por las artes menores de la radiofonía o por la mala suerte del éxito comercial.
Deudor inocultable de Borges (quién no lo es de alguna forma, me pregunto), Dolina casi le calca algunos tics formales y temáticos; por ejemplo, el vaivén entre la mitología del barrio y la mitología erudita, la búsqueda de frases aparentemente serias pero siempre irónicas, el placer en afirmar como ciertas las referencias históricas más descabelladas y la costumbre de extraviarse deliberadamente entre el cuento, el ensayo y la poesía. Dolina no tiene, por supuesto, el enfoque inusitado que Borges le daba siempre a cualquiera de sus aventuras literarias, pero enseña garra, encanto, imaginación y humor a pasto, todo adornado con una prosa que nunca batalla para golpear en el adjetivo ideal, ése que debe ser ése y ningún otro más.
Los libros anteriores de Dolina se parecen a Bar del infierno (2004, Planeta), que es una colección heterogénea de “momentos”, de textos breves y del más colorido pelaje. Son y no son, a la vez, cuentos, ensayos, artículos, apuntes, notas; son, en suma, como alebrijes (que no centauros) de palabras. Pasa entonces que de pieza a pieza nos hallamos frente a criaturas endemoniadas, con rostro malicioso y sangre ligera. Para los amantes de la literatura fantástica es un archipiélago de tentaciones, un deleite que nos aleja del mundo cercano y a la vez nos acerca, paradojas del genio artístico, al meollo de la sinrazón humana más contemporánea.
Si el humor de Dolina cansa un poco en la radio, en el libro alienta permanentes expectativas. Es disfrutable en todo, principalmente en las estampas dedicadas, como experto aparente, un rasgo borgesiano más, a la milenaria cultura china. Sinólogo de barrio bravo porteño, Dolina pasea a sus lectores por un pasado que de tan remoto en el tiempo y el espacio termina por ser, da lo mismo, cierto o falso a los ojos de un lector occidental más bien preocupado por las rutinas de la urbe sin otro mito que el de la felicidad a precio de esclavitud y débitos bancarios.
Lo descubrí, porque el azar a veces es dadivoso, en 2002. Desde entonces lo he leído con frecuencia e interés, y quiero sospechar que otros en México lo encontrarán digno de búsqueda y lectura. Tímidamente, esta es la primera vez que digo algo sobre él en público. Pero Dolina puede presentarse solo. Basta leerlo para saber de golpe que es un autor raro y valioso. Puedo decir rarísimo y valiosísimo, pero no quiero sonar hiperbólico en mi elogio. No hay necesidad de exagerar en un caso tan evidente de buena calidad.