domingo, enero 27, 2008

Breve maquinaria del chiste



Muchas eminencias (Bergson y Freud, entre otros) han indagado en la esencia del chiste, del humor, de lo cómico, y la verdad el asunto parece no tener orillas. ¿De qué reímos? ¿Por qué reímos? ¿Cuáles son los resortes interiores que detonan la carcajada? Estas y otras semejantes son preguntas que parecen simples, pero potencian una infinita serie de respuestas. La risa es histórica en tanto depende, para darse, de contextos culturales específicos, pues no ríen de lo mismo los hombres de la edad media que los de la revolución industrial, o los de China que los de Nicaragua, o los de Torreón Jardín que de la Lucio Blanco, o un ágrafo que Umberto Eco, o un gordo que un flaco.
Esa es la razón por la que, cuando escuchamos la traducción de un chiste japonés, los mexicanos pensemos que aquello es más insulso que un taco de sushi. En realidad, el chiste puede ser buenísimo, pero la cultura en la que nadamos no nos permite apreciar/valorar/entender lo que el nipón sí aprecia/valora/entiende con su chiste, de ahí que ría con él. El chiste, entonces, funciona porque cuando es contado pone en marcha una compleja maquinaria interna que nos ayuda a digerirlo como eso, como chiste. No es sencillo: opera al oírlo todo lo que hemos asimilado, nuestra cosmovisión. Es un asunto complicado porque la historia pasa por los filtros de nuestra conciencia, y ellos nos mueven a reír o no con lo narrado. Eso en cuanto a un chiste verbal, pues hay gestos, muecas, caídas, movimientos que al romper con la habitualidad producen el efecto cómico en quien ve. De esto deriva gran parte del éxito que tienen los videos de You Tube con caídas, tropezones y otros leves accidentes cotidianos grabados con videocámara casera. Si lo habitual es sentarnos y que no pase nada, la risa nace cuando alguien toma asiento y la silla se destroza. Si lo habitual es no poder mover las orejas, reímos cuando alguien nos exhibe esa asombrosa capacidad de Dumbo humano.
Pero, insisto, el chiste verbal echa a andar mecanismos mucho más complejos y escondidos en la mente. Reímos al hallarnos frente a la paradoja, a la hipérbole, a la polisemia, al malentendido y a muchos otros recovecos de la retórica, es cierto, pero lo que pesa más no es el chiste en sí, sino el bagaje que nuestra cultura (cultura en sentido amplio) nos ha impuesto. Por ejemplo, veamos un chiste pelangocho. Vale decir de antemano que los mexicanos gozamos con este tipo de historias, con los cuentos donde la salacidad y la picardía tienen que ver con los rollos de la carne. Cuando nos narran algo medio filosófico o algo con ironía refinada solemos percibirlo con indiferencia. No pasa lo mismo cuando hay palabrotas, situaciones de sexualidad torcida, insultos dichos con toelohocico. Venga el ejemplo:
Mientras su padre toma una ducha sin haberle puesto el pasador a la puerta del baño, Pepito, de sólo ocho años, siente ganas de orinar. De golpe entra al baño y su enjabonado padre, entre sorprendido y apenado, cubre con ambas manos su bártulo de macho. Pepito tuerce un poco la cabeza, entrecierra los ojos y, perspicaz, pregunta: “¿Qué tienes allí escondido, papi?”. El papá, nervioso, titubeante, responde: “Un… un… un ratoncito, mijo”. Pepito, con una sonrisa cínica en el rostro, remata mientras hace la roqueseñal: “Ah, te lo estás cogiendo, papi”.
Tal vez no sea nada afortunado, pero si reímos en este caso es por lo ya dicho: por nuestra predisposición a celebrar la grosería y porque la historia encierra una brutal paradoja: lo previsible es que el niño sea engañado con la explicación cándida que formula el padre, acentuada con el diminutivo “ratoncito”, pero el niño es maliciosamente precoz, tanto que dispara dos insolencias simultáneas: el verbo “coger” y la roqueseñal, que juntos hacen una dupla de suyo graciosa.
La cultura que tenemos habita detrás de cada chiste o broma, y estos funcionan porque hay una sutileza que hace clic en nuestro interior. Ayer, por caso, Gastón Franco hizo una broma clasista: dijo que a un tipo equis le dicen el “Cara de Infonavit” porque tiene tres metros de frente. La verdad, si se trataba de insultarlo por pelón, pudo haber dicho “Cara de Montebello”, pues las casas de allí tienen muchos más metros “de frente”. Pero no funcionaría igual: el mexicano ríe cruelmente con la pobreza, de ahí que en nuestra cultura sea más risible decir “Infonavit”. En fin, cada chiste o broma es una suma de detalles y nunca, nunca es fácil decir por qué surten efecto.