Si su colofón no miente, mañana 31 de agosto cumplirá veinte años de vida la primera edición comercial de Los 1,001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre. Veinte, pues, como libro accesible en el mercado, y treinta justos porque una década antes, en 1979, había salido en edición no venal (fuera de comercio) auspiciada por Bancomer. La historia de mi relación con este libro data de 1985 y está ceñidamente vinculada a mi amistad con Gilberto Prado Galán. Recuerdo que en nuestras frecuentes y largas sesiones de café o de cerveza no faltaba el comento literario. No exagero cuando afirmo que Gilberto es uno de mis maestros: aunque somos contemporáneos (me lleva cuatro años, nació en 1960), su voracidad de lector y, sobre todo, su memoria de mina y teodolito permitían que enseñara literatura, filosofía y psicología sin proponérselo. Con solo platicar, siempre entre bromas, Prado Galán dejaba aquí y allá, en cualquier charla, referencias bibliográficas de elevado calibre.
Fue así, precisamente, mientras le tupíamos duro al café o a la cerveza, cuando un diálogo nos llevó a pensar en la historia de nuestra lengua. Yo tenía poco más de veinte años y apenas estaba saliendo del cascarón literario, así que me declaré incompetente para opinar sobre el asunto. Sabía, eso sí, como todos, que el español era hijo del latín (lengua hablada en la región de Lacio, en el centro de la actual Italia; de allí latín, de Latium, Lacio) y hermano de las llamadas lenguas romance (romance porque son herederas del imperio romano), o sea, del francés, del portugués, del catalán, del italiano, del rumano y de otras menos conocidas. Hasta allí mi información, lo poco que uno podía pepenar en la preparatoriana clase de etimologías. Gilberto se arrancó entonces con un comentario que traía fresco: me dijo que los primeros vestigios del español habían sido encontrados en las glosas silenses y emilianenses (de los monasterios de Silos y San Millán), hojas manuscritas en latín que al calce, en los márgenes, tenían anotadas algunas “glosas” en español, como si fueran subtítulos de película. Como las mencionadas primeras y más antiguas palabras escritas en español tienen, según los expertos que las hallaron, como mil años, y como se supone que antes de haber sido escritas ya andaban en boca de la gente, el español tiene entonces aproximadamente mil y pico de años.
Gilberto me explicó algo de lo que tenía a la mano, algo de lo mucho que guardaba en su oceánica memoria. Luego me dio el dato principal: que para conocer la historia de nuestra lengua había leído un libro de Antonio Alatorre cuyo título era Los 1,001 años de la lengua española y que fue publicado en una inencontrable edición de lujo patrocinada por Bancomer. Desde entonces, como el perro de Pavlov, salivé ansioso por obtener aunque fuera una modesta xerográfica de ese libro. Una vez lo pude hojear, y era tan voluminoso que reculé a la posibilidad de fotocopiarlo.
Cinco o seis años pasaron y en varias ocasiones recordé el pendiente de conseguir el libro de Alatorre. Aunque lo busqué más atento que un suricato parado, no pude localizarlo, pues la edición de Bancomer, como ya dije, estaba agotada. Ese problema dejó de serlo en 1989, cuando el Fondo de Cultura Económica tuvo la idea de hacer una reedición corregida y aumentada. Aunque la presentó en pasta dura, no es una edición de lujo, sino un producto accesible para los grandes públicos, de ahí el tiraje de cuatro mil ejemplares, uno de los cuales compré en Torreón y leí casi sin detenerme, azorado ante la amable belleza de la exposición y el cúmulo de datos organizado por el maestro Alatorre. A cerca de veinte años de haberlo leído, sigo emocionado por esta obra que recorrí como si se tratara de una novela en la que el protagonista no es un ser de carne y hueso, sino una lengua, el instrumento mediante el cual ahora nos comunicamos más de 400 millones de personas. El portento de historiar claramente el portento que es el español me enamoró en definitiva de mi idioma. A tal grado quedé agradecido con Antonio Alatorre (don Antonio Alatorre, debo decir) que desde entonces, cuando me preguntan algo relacionado con la biografía del español, sin dudarlo mando a los interesados hacia Los 1,001 años de la lengua española. Les digo que está en el FCE, aunque ignoro en qué edición va y si el autor la ha seguido corrigiendo y aumentando. Yo tengo la de 1989, ésa que mañana cumple veinte años, y me parece perfecta.
A los curiosos les comento, de paso, que la historia de Alatorre ha sido escrita para ellos, sólo para ellos. Es decir, no es un libro para especialistas, para filólogos o seres semejantes, sino para la raza de a pie que alguna vez se ha hecho esta pregunta o alguna parecida: ¿de dónde viene el español? Con ese mínimo interés es suficiente para que la lectura de este libro salga adelante. No hay términos técnicos, no hay notas al pie, no hay nada que ahuyente a los lectores de las páginas, y, sin embargo, es un libro culto, lleno de sabrosa información y, no está de más señalarlo, perfectamente escrito, ameno como pocos de su índole.
Alatorre invita con tranquilidad a los lectores; no hay, desde el saludo inicial, aspavientos ni presunciones inútiles: “Pueden creerme si les digo que no va a costarles trabajo la lectura. No voy a ponerme pesado ni a portarme exigente con ellos. Lo único que les pido, lo único que presupongo, es un poco de interés por eso que a mí, según he confesado, me interesa mucho: la historia de la lengua española, la historia de ‘nuestra lengua’, como la llamo a menudo en el curso del libro. Pues, en efecto, además de concebir lectores interesados en el tema, les he atribuido como razón central de su interés la más simple de todas, la más límpida, la menos tortuosa: he imaginado que el español es su lengua materna. Aparte de tales o cuales razones complementarias, la razón de mi propio interés es ésa. El español es la lengua en que fui criado, la de mi familia y mi pueblo, la de los muchos libros y revistas que leí en mi infancia (yo me hice lector a los cuatro años). El español es una lengua que me gusta (…) Escribo para la gente. El lector que ha estado en mi imaginación es el ‘lector general’, el no especializado”.
La claridad de la invitación es importante, pues no es infrecuente que los lectores asocien la gramática y la historia de la lengua con el mundo del aburrimiento y la oscuridad. Tras leer las primeras páginas de Las 1,001 años de la lengua española estoy seguro que se vendrán a pique los miedos y se apoderará de los lectores el gusto de ir sabiendo más sobre algo que convive con nosotros hasta en sueños y que sin embargo conocemos tan poco: nuestra lengua, la misma con la que hoy declaro, sin reparar en gasto de letras, mi admiración y mi agradecimiento al maestro Alatorre, donde esté.
Fue así, precisamente, mientras le tupíamos duro al café o a la cerveza, cuando un diálogo nos llevó a pensar en la historia de nuestra lengua. Yo tenía poco más de veinte años y apenas estaba saliendo del cascarón literario, así que me declaré incompetente para opinar sobre el asunto. Sabía, eso sí, como todos, que el español era hijo del latín (lengua hablada en la región de Lacio, en el centro de la actual Italia; de allí latín, de Latium, Lacio) y hermano de las llamadas lenguas romance (romance porque son herederas del imperio romano), o sea, del francés, del portugués, del catalán, del italiano, del rumano y de otras menos conocidas. Hasta allí mi información, lo poco que uno podía pepenar en la preparatoriana clase de etimologías. Gilberto se arrancó entonces con un comentario que traía fresco: me dijo que los primeros vestigios del español habían sido encontrados en las glosas silenses y emilianenses (de los monasterios de Silos y San Millán), hojas manuscritas en latín que al calce, en los márgenes, tenían anotadas algunas “glosas” en español, como si fueran subtítulos de película. Como las mencionadas primeras y más antiguas palabras escritas en español tienen, según los expertos que las hallaron, como mil años, y como se supone que antes de haber sido escritas ya andaban en boca de la gente, el español tiene entonces aproximadamente mil y pico de años.
Gilberto me explicó algo de lo que tenía a la mano, algo de lo mucho que guardaba en su oceánica memoria. Luego me dio el dato principal: que para conocer la historia de nuestra lengua había leído un libro de Antonio Alatorre cuyo título era Los 1,001 años de la lengua española y que fue publicado en una inencontrable edición de lujo patrocinada por Bancomer. Desde entonces, como el perro de Pavlov, salivé ansioso por obtener aunque fuera una modesta xerográfica de ese libro. Una vez lo pude hojear, y era tan voluminoso que reculé a la posibilidad de fotocopiarlo.
Cinco o seis años pasaron y en varias ocasiones recordé el pendiente de conseguir el libro de Alatorre. Aunque lo busqué más atento que un suricato parado, no pude localizarlo, pues la edición de Bancomer, como ya dije, estaba agotada. Ese problema dejó de serlo en 1989, cuando el Fondo de Cultura Económica tuvo la idea de hacer una reedición corregida y aumentada. Aunque la presentó en pasta dura, no es una edición de lujo, sino un producto accesible para los grandes públicos, de ahí el tiraje de cuatro mil ejemplares, uno de los cuales compré en Torreón y leí casi sin detenerme, azorado ante la amable belleza de la exposición y el cúmulo de datos organizado por el maestro Alatorre. A cerca de veinte años de haberlo leído, sigo emocionado por esta obra que recorrí como si se tratara de una novela en la que el protagonista no es un ser de carne y hueso, sino una lengua, el instrumento mediante el cual ahora nos comunicamos más de 400 millones de personas. El portento de historiar claramente el portento que es el español me enamoró en definitiva de mi idioma. A tal grado quedé agradecido con Antonio Alatorre (don Antonio Alatorre, debo decir) que desde entonces, cuando me preguntan algo relacionado con la biografía del español, sin dudarlo mando a los interesados hacia Los 1,001 años de la lengua española. Les digo que está en el FCE, aunque ignoro en qué edición va y si el autor la ha seguido corrigiendo y aumentando. Yo tengo la de 1989, ésa que mañana cumple veinte años, y me parece perfecta.
A los curiosos les comento, de paso, que la historia de Alatorre ha sido escrita para ellos, sólo para ellos. Es decir, no es un libro para especialistas, para filólogos o seres semejantes, sino para la raza de a pie que alguna vez se ha hecho esta pregunta o alguna parecida: ¿de dónde viene el español? Con ese mínimo interés es suficiente para que la lectura de este libro salga adelante. No hay términos técnicos, no hay notas al pie, no hay nada que ahuyente a los lectores de las páginas, y, sin embargo, es un libro culto, lleno de sabrosa información y, no está de más señalarlo, perfectamente escrito, ameno como pocos de su índole.
Alatorre invita con tranquilidad a los lectores; no hay, desde el saludo inicial, aspavientos ni presunciones inútiles: “Pueden creerme si les digo que no va a costarles trabajo la lectura. No voy a ponerme pesado ni a portarme exigente con ellos. Lo único que les pido, lo único que presupongo, es un poco de interés por eso que a mí, según he confesado, me interesa mucho: la historia de la lengua española, la historia de ‘nuestra lengua’, como la llamo a menudo en el curso del libro. Pues, en efecto, además de concebir lectores interesados en el tema, les he atribuido como razón central de su interés la más simple de todas, la más límpida, la menos tortuosa: he imaginado que el español es su lengua materna. Aparte de tales o cuales razones complementarias, la razón de mi propio interés es ésa. El español es la lengua en que fui criado, la de mi familia y mi pueblo, la de los muchos libros y revistas que leí en mi infancia (yo me hice lector a los cuatro años). El español es una lengua que me gusta (…) Escribo para la gente. El lector que ha estado en mi imaginación es el ‘lector general’, el no especializado”.
La claridad de la invitación es importante, pues no es infrecuente que los lectores asocien la gramática y la historia de la lengua con el mundo del aburrimiento y la oscuridad. Tras leer las primeras páginas de Las 1,001 años de la lengua española estoy seguro que se vendrán a pique los miedos y se apoderará de los lectores el gusto de ir sabiendo más sobre algo que convive con nosotros hasta en sueños y que sin embargo conocemos tan poco: nuestra lengua, la misma con la que hoy declaro, sin reparar en gasto de letras, mi admiración y mi agradecimiento al maestro Alatorre, donde esté.