Pesqué
hace como quince días una foto en internet y de inmediato la guardé para
conservarla y quizá para escribir en el futuro sobre ella. Ese futuro llegó
ahora, en estos veloces y melancólicos renglones. La imagen no tiene mucha
calidad, como que es foto de foto, pero da igual. Retiene un edificio ubicado
en la esquina nororiente del cruce que forman la avenida Morelos con la calle
Treviño, exactamente allí donde hoy se encuentra la terminal abajeña del
teleférico, en Torreón.
La
foto puede datar de los setenta, así que la esquina luce despejada, sin la edificación
contigua de la terminal norte del teleférico. La parte inferior —el primer piso—
del edificio fotografiado contenía la farmacia Benavides, que además de ese
servicio relacionado con la venta de medicamentos, al lado administraba un
restaurante-cafetería. Ignoro si en la parte alta había oficinas o también era
un espacio de la farmacia.
Tuve
una etapa de cinco años como habitué
de la cafetería, y creo que fue allí donde practiqué por primera vez el bello
deporte de la ociosidad literaria, del cual ya vivo retirado. Me refiero a la
conversación con amigos escritores que, como yo, muchas tardes de la semana nos
apostábamos en una mesa para hablar sobre libros y autores, para compartir
ideas siempre revueltas por la ventisca del azar, que es el mejor modo de la
conversación. Lo bueno de esos cafés estaba en la tranquilidad que ofrecían, es
verdad, pero más en la costumbre casi inaudita y anticapitalista de permitir
que tres, cuatro o cinco comensales consumieran y pagarán cada uno una modesta taza
de café “americano” con infatigables rellenos (refills), y aguantarlos allí, sin malas caras de nadie, dos o tres
horas de permanencia y diálogo. Ahora que lo pienso, quizá por eso quebró.
Dos
recuerdos fijos tengo del café de Benavides. Uno de ellos, aquel en el que Gilberto
Prado y Héctor Matuk me enseñaron el arte de la palindromía, arte que
sé ejercer, aunque sin obsesión y por ello tampoco grandes hallazgos. El otro
recuerdo es la entrevista que allí nos hizo un periodista a Ricardo Serna y a
mí luego de que ambos ganamos, por la música y la letra, respectivamente, el
concurso nacional para componer el himno del IMSS.
De ese pasado ya no queda casi nada, salvo frágiles recuerdos como los que por ahora aquí, en la palabra concluyen, concluyen.