Con
las redes sociales y los teléfonos inteligentes a merced, todos llamamos mucho,
es cierto, pero también escribimos mucho, quizá más de lo que llamamos. La
escritura de twitts, el chateo en Whatsapp, la apresurada
redacción de posts o comentarios en Facebook han hecho que nuestras
palabras queden registradas en alguna parte, que frenéticamente nos
inmiscuyamos con esa actividad, escribir, que parecía ya no existir para todos
hacia 1990.
Este
fenómeno, formidable si lo pensamos como avance del derecho que todos tenemos a
comunicarnos, a expresarnos, a opinar, ha traído como consecuencia lógica que
también todos leamos. Pero escribimos habitualmente mal, sin esmero, y leemos
fragmentos sin rigor, a las carreras, dispersos entre muchas actividades. ¿En
este nuevo escenario qué papel jugamos quienes nos dedicamos a la enseñanza?
¿Nos sumamos ciegamente a la escritura maltrecha, descuidada, o a la
confección/reproducción de memes y videos de cualquier frivolidad? Todos
tenemos, en efecto, el derecho a ser parte de ese coro de participantes
desenfadados en las redes sociales o en el chat de moda, el Whatsapp.
Sin embargo, la oportunidad que tuvimos —el privilegio lo llamaría yo— de
estudiar una carrera para luego educar formalmente nos compromete a participar
de otra manera, a ser un poco más exigentes con nosotros a la hora de atravesar
el laberinto de las redes.
No
quiero decir con esto que seamos unas rocas, que a cualquier hora tiremos
tratados edificantes que de inmediato nos dejarían en fuera de lugar sobre todo
frente a los jóvenes en una época en la que, querámoslo o no, se han distendido
las miradas rígidas y todo tiende a ser relajado, como lo ha planteado Gilles
Lipovetsky en La era del vacío y ha criticado ceñudamente Mario Vargas
Llosa en La civilización del espectáculo. Al contrario, sin
perder el humor, sin forzar ni regañar a nadie, son propinar reglazos en las
manos de quienes se porten mal, tratemos de hacer que nuestra voz escrita en
las redes sociales no pierda de vista la condición que tenemos como formadores.
Eso significa que de vez en cuando, entre meme y meme, no dejemos
de recomendar un libro, una película, una canción, un artículo, una opinión, un
poema, algo, lo que sea, que tenga la noble intención de orientar, de compartir
una idea noble, generosa, digna de nuestra profesión de maestros. (El anterior
es un fragmento de mi ensayo “Qué escriben los que no escriben” publicado en Del gis a la pantalla táctil, Ibero
Torreón, 2017).