sábado, enero 20, 2018

La canica global

















Uno de los regalos que más recuerdo de mi infancia fue un receptor de radio. Era verde pajizo, de plástico muy compacto, con un diseño algo militar, y funcionaba con pilas. Como era de esperarse, agarraba todas las estaciones AM de la localidad, pues sospecho que todavía no llegaba la FM a La Laguna. Estoy hablando del 72 o del 73, más o menos. Me faltaban uno o dos años para cumplir los diez y hasta entonces los regalos no habían sido abundantes, lo que suele ocurrir en las familias numerosas. Por eso aquel radio fue uno de mis objetos favoritos. Recuerdo que lo encendía y me movía por el cuadrante como quien busca señales de otro planeta. No olvido su marca: Megatone, ni una etiquetita colocada en su reverso, casi escondida: “Made in Japan”.
Para entonces, a principios de los setenta en Gómez Palacio, la idea de lo foráneo se relacionaba casi exclusivamente con Estados Unidos. Los productos de calidad los fabricaban allá, venían de allá, por eso no faltaba que el deseo más socializado entre los niños y los jóvenes fuera tener unos tenis, un pantalón o cualquier otra prenda “americana”. Como mis coetáneos, yo también soñé con unos tenis Converse, pero acá eran escasos. Sólo podían tenerlos quienes contaban con un padre adinerado que pudiera viajar o mandar traerlos desde la frontera, de El Paso o Laredo, principalmente. Dado que los Converse eran un sueño inalcanzable, muchos nos conformamos con una mala copia mexicana llamada Super Faro, tenis que sólo servían para ponerse y a lo mucho caminar en la ciudad, pues cualquier actividad deportiva o medianamente ruda los convertía en piltrafas.
Dada esa fijación por lo “americano” me asombró y recuerdo todavía mi radio Megatone. Era japonés, y mientras oía canciones fantaseaba con la biografía del aparato: unos japoneses lo habían diseñado, unos japoneses lo habían armado, unos japoneses lo habían metido en su cajita, unos japoneses lo habían vendido, y luego de un recorrido por el océano (seguramente en barco), llegó a México y acá lo compró mi padre para mí. Fue, creo, el primero objeto que me permitió imaginar el apabullante tamaño del planeta.
No sé qué pasó con ese radio, supongo que se descompuso o pasado un tiempo me dolió comprarle baterías. Tendrían que pasar algunos años más para que lo “americano” dejara de ser lo único o casi lo único que nos llegaba, y ya para mediados de los ochenta la globalización económica pugnaba por estallar. Los aparatos electrónicos de alemanes, nipones, coreanos, norteamericanos y demás se abrían paso como contrabando, en las fayucas, hasta que, ya en los noventa, los hogares de todos los laguneros tuvieran objetos fabricados en cualquier punto de la canica terrestre.
Hoy parece normal eso que hace treinta años no lo era tanto: el planeta es una maquila y todo es mercado de todo. El atuendo de una persona basta para comprobar que carga el mundo encima: celular coreano, reloj alemán, bolígrafo español, lentes italianos, camisa gringa, zapatos mexicanos, pantalón chino, calcetines hondureños… en suma, la canica otrora inmensa y misteriosa se achicó y el asombro ante lo lejano está en peligro de extinción.