Vuelvo
a Piglia por razones académicas. Lo uso, o uso algunos de sus textos, más bien,
para reflexionar sobre la estructura del cuento y sus malicias. Pocos
escritores como él, ávidos siempre de pensar y repensar las estrategias del
relato, de sus engranes y sus resortes internos, razón por la que muchos
miembros de su abultado club de fans lo veneran con admiración cercana a lo
totémico. Pero más allá de este culto, es un hecho que Piglia siempre es útil y
motivante, una especia de escritor-catapulta: al leerlo —me pasa y por eso lo consigno—
uno siente el impulso de escribir, de ficcionalizar la realidad como él lo
hace. Es decir, acusa el “efecto Piglia”.
Se
ha escrito mucho, con innegable justicia, de su gusto por la edificación de
historias en las que bullen otras muchas, fragmentadas. En efecto, si uno lee
al autor de Plata quemada no es
infrecuente encontrar desviaciones, ramificaciones. En un relato amplio nos
asaltan pequeñas historias que de momento parecen intrusivas, satelitales y por
ello prescindibles, pero vistas desde otro ángulo las encontramos atrayentes
porque simulan el flujo de la vida, de cualquier vida. Digamos, por ejemplo,
que uno sale a la calle para hacerse revisar por un médico (ese es el relato
mayor), y en el camino al consultorio se topa con una querida y casi olvidada
ex compañera de la preparatoria. Ahí se abre el boquete narrativo: es pospuesta
la zozobra por la enfermedad personal y entramos a la historia de la ex
compañera, a su ruina. De esta manera, los relatos de Piglia guardan
microhistorias que ingresan al torrente y forman cascadas trágicas.
Este
rasgo destacable en el escritor argentino me parece que ha opacado otro no
menos interesante, digno de alguna atención. A falta de mejor etiqueta, me
atrevo a llamarlo “sentenciosidad”. Piglia fascina por muchas razones, y una de
ellas tiene que ver, presiento, con la manera en la que incrusta sentencias
dentro de sus relatos. Mientras cuenta algo, remata una descripción o una
acción con una frase lapidaria, hiperbólica y generalizadora, como aforística.
En el cuento “La caja de vidrio” (Cuentos
con dos caras, UNAM, 1999), mientras narra la historia eje aparecen estás
frase bien administradas: “Un momento de debilidad y la vida de un hombre
pierde todo su sentido”; “… es tan fácil hablar en presente cuando ya nada se
puede cambiar”; “La oscuridad está en nuestros corazones”; “¿A quién no le
gusta pensar que ha hecho morir de amor a una mujer?”; “Todos somos culpables
de algo”; “Nadie es capaz de escribir la verdad”.
Entre
otras virtudes, esas frases son culpables, creo, del efecto Piglia.