miércoles, enero 18, 2017

Nostalgia de la cárcel













En una de las páginas de su libro 2922 días: memorias de un preso de la dictadura, el ensayista Eduardo Jozami comentó una característica del encierro en la que yo jamás, claro, había reparado. Observa que un preso político, y quizá cualquier preso, se va adaptando a la circunstancia como el nativo de un lugar se adapta a las condiciones de su medio natural: “Aun en los regímenes carcelarios más severos la vida se vuelve rutinaria y, por lo tanto, el preso tiende a acomodarse”. Se refiere Jozami a su cautiverio de ocho años como preso político de la dictadura que gobernó (es un decir) la Argentina entre 1976 y 1983, hasta cuando poco después del fracaso en la guerra de las Malvinas se dio el regreso de la democracia.
Más que comentar el libro, lo que será motivo de alguna reseña venidera, deseo reflexionar ahora sobre ese rasgo en la percepción de Jozami y emparentarlo con lo que habitualmente nos ocurre a los mexicanos. El también autor de la mejor biografía sobre Rodolfo Walsh que conozco apunta que luego de sus años encerrado le quedó una especie de nostalgia, llamémosla así, con exagerada lasitud, de los momentos de serenidad vividos tras los barrotes. Es, creo, algo raro, una especie de síndrome de Estocolmo penitenciario. ¿Cómo —podemos preguntarnos— alguien puede recordar con agrado ciertos momentos de su reclusión?
El mismo Jozami da la respuesta a esa pregunta. En un régimen opresivo, donde unos pocos tienen todos los hilos del control y otros sólo deben callar y obedecer, hasta la cárcel puede ser grata durante algunos periodos, es decir, cuando por un tiempo no hay torturas, requisas, vejaciones. Ya en el destino de la cárcel puede llegar a ser hasta gozoso estar encerrado en un cuarto sin ruido y con libros. El preso agradece tal rutina y vive permanentemente atento, temeroso, a los cambios sorpresivos, a la posibilidad del empeoramiento.
Tras leer eso pensé, creo que con alguna razón, en los mexicanos: aunque sepamos que estamos mal, que muchas veces hemos tocado fondo, que nuestros carceleros no suelen apiadarse, solemos sentirnos contentos en la precariedad, pues siempre sospechamos que la situación podría ser más terrible. Por eso el poder induce el miedo: sabe que preferiremos la quietud de la opresión a la incertidumbre de un traslado o una golpiza.