En una de las páginas
de su libro 2922 días: memorias de un
preso de la dictadura, el ensayista Eduardo Jozami comentó una
característica del encierro en la que yo jamás, claro, había reparado. Observa
que un preso político, y quizá cualquier preso, se va adaptando a la
circunstancia como el nativo de un lugar se adapta a las condiciones de su
medio natural: “Aun en los regímenes carcelarios más severos la vida se vuelve
rutinaria y, por lo tanto, el preso tiende a acomodarse”. Se refiere Jozami a
su cautiverio de ocho años como preso político de la dictadura que gobernó (es
un decir) la Argentina entre 1976 y 1983, hasta cuando poco después del fracaso en la
guerra de las Malvinas se dio el regreso de la democracia.
Más que comentar el
libro, lo que será motivo de alguna reseña venidera, deseo reflexionar ahora
sobre ese rasgo en la percepción de Jozami y emparentarlo con lo que
habitualmente nos ocurre a los mexicanos. El también autor de la mejor
biografía sobre Rodolfo Walsh que conozco apunta que luego de sus años
encerrado le quedó una especie de nostalgia, llamémosla así, con exagerada
lasitud, de los momentos de serenidad vividos tras los barrotes. Es, creo, algo
raro, una especie de síndrome de Estocolmo penitenciario. ¿Cómo —podemos
preguntarnos— alguien puede recordar con agrado ciertos momentos de su
reclusión?
El mismo Jozami da la
respuesta a esa pregunta. En un régimen opresivo, donde unos pocos tienen todos
los hilos del control y otros sólo deben callar y obedecer, hasta la cárcel
puede ser grata durante algunos periodos, es decir, cuando por un tiempo no hay
torturas, requisas, vejaciones. Ya en el destino de la cárcel puede llegar a
ser hasta gozoso estar encerrado en un cuarto sin ruido y con libros. El preso
agradece tal rutina y vive permanentemente atento, temeroso, a los cambios
sorpresivos, a la posibilidad del empeoramiento.
Tras leer eso pensé, creo
que con alguna razón, en los mexicanos: aunque sepamos que estamos mal, que
muchas veces hemos tocado fondo, que nuestros carceleros no suelen apiadarse,
solemos sentirnos contentos en la precariedad, pues siempre sospechamos que la
situación podría ser más terrible. Por eso el poder induce el miedo: sabe que
preferiremos la quietud de la opresión a la incertidumbre de un traslado o una golpiza.