Estaba
en la preparatoria y en aquellos tiempos sucedía ya que las secundarias
federales padecían sobrepobladas por la escandalosa cantidad de sesenta
alumnos, y a veces varios más, en cada grupo. Los exámenes, por eso, solían ser
elementales, de unas pocas preguntas que permitieran al maestro la revisión más
veloz posible. Estaba en mi segundo año y yo sospechaba desde entonces que las
humanidades eran “lo mío”. Soñaba pues con dejar atrás, algún día, todo lo
referente a la física y el álgebra, como al final ocurrió cuando opté por
estudiar Derecho. En un examen de historia, una de mis pocas materias
favoritas, cierto compañero de cuyo nombre no puedo acordarme me pidió entre
dientes, desde el pupitre de atrás, que abriera el brazo para copiar la
pregunta número ocho. La maestra no podía derramar su mirada vigilante en todo
el salón, así que solía pedir ayuda a una secretaria o a quien fuera. Vi casos raros,
como el de un profesor que llevó incluso al conserje de la escuela con tal de
impedir que los alumnos copiaran. Diez minutos después yo tenía el examen
concluido, pero con más desidia que generosidad, o no sé si miedo a que me
descubrieran pasando las respuestas, esperé el momento oportuno para facilitar
el trabajo de mi amigo. Entonces, lejos la maestra y distraída en una ventana
su aburrida ayudante, abrí un poco la axila y dejé pasar la mirada de mi
compañero. “Listo, la copié, listo”, me dijo con un susurro. Unos días después
recibí un diez de calificación (los exámenes eran, como ya dije, simplísimos,
tal blandos que un adulto con información mediocre podía responderlos en dos
minutos). Pasaron varios días y llegó la calificación de la materia. Mi
compañero recibió la suya y de inmediato me buscó para hacerme un comentario
burlón: “Por tu culpa obtuve un 9 (nueve) de calificación”. Su única respuesta
incorrecta fue la que me había copiado. Obviamente me desconcertó, pues yo saqué
10 (diez) final. Le pedí que me mostrara su examen, y allí estaba la razón de
su 9. La pregunta solicitaba anotar las ciudades donde habían estallado las dos
primeras bombas atómicas. Con lápiz, claramente, mi compañero había copiado y
ésta había sido su respuesta: “Hiroshima y Nacozari”.
miércoles, noviembre 30, 2016
sábado, noviembre 26, 2016
Boquete
Llegó al cementerio en la
madrugada, a las dos en punto. Con dificultad brincó la barda enana que lo
separaba de los túmulos y afortunadamente pudo ver, gracias a una luna llena
que parecía foco, la cuadrícula polvorienta de caminitos y el decorado
escenográfico de lápidas y cruces que le recordó películas mexicanas de terror.
Un perro ladró a lo lejos, y más lejos aún sonó el pitazo imperativo de un
tren. La noche de noviembre ya no guardaba calor ni mosquitos, sino un
fresco que en mejores situaciones hubiera sido disfrutable. Avanzó con los ojos
puestos en los árboles, atento al sitio convenido. Lo encontró junto al pinabete
que lucía sus tristes greñas con un horror obvio en ese ámbito. Había alcanzado
los sesenta y dos años con una enfermedad metida en el fondo de los huesos. El
hoyo era de buen tamaño y, al parecer, tenía la profundidad suficiente para
aislarlo de todo. Pensó en el pasado inmediato, en el lento o quizá no tan
lento descenso hacia el abismo de la depresión. Poco a poco, sin quererlo pero
también sin luchar en contra de ellos, los problemas se fueron acumulando a su
alrededor. La pérdida del trabajo, el quebranto de su relación de diez años, la
aparición del mal hospedado en su cuerpo cuando fue al examen de rutina… Todo
venía a pique, trató de meter las manos pero pronto vio que era imposible. El
cuerpo da hasta cierto límite, y el alma igual. Ahora ninguno de los dos estaba
a modo para defenderlo: cuerpo y alma se mostraban ahora vencidos y no tenía
caso oponerse al destino ya sellado. Todavía miró hacia el cielo. Vio la luna,
unas nubes afiladas, las ramas lúgubres del pinabete, el caminito de tierra.
Nada, no había consuelo en nada, ni arriba ni abajo. Se colocó al borde del
agujero, sentado, y al empujarse un poco con las manos cayó como bulto,
derrumbado en el fondo, quizá con el tobillo roto. En la cintura, metida en el
pantalón, guardaba la pistola. La colocó de frente a su boca. Ahora no veía
nada, sólo sintió la gelidez metálica del cañón por el que saldría su balazo.
El panteonero había cumplido con el trato bien pagado de hacer el hoyo. Antes
de dispararse deseó que ojalá y aquel hombre llegara con la aurora, callado y
responsable, a recoger la pistola y reintegrar la tierra al boquete ya
habitado.
miércoles, noviembre 23, 2016
Puntos
Todo comenzó con un
pantalón nuevo. Adrián lo recibió como regalo de su novia y se puso
contentísmo: “Es para la fiesta —le dijo Yosadara—, y luego ya sabes…”. El “ya
sabes” iba acompañado de un guiño y era la insinuación de la promesa,
largamente pospuesta, de entregarse en un hotel. Todos sus amigos ya habían
pasado por ese aro de lumbre y Adrián se sabía rezagado. En las charlas de
borrachos postadolescentes, por supuesto, no admitía su demora, desviaba el
tema cuanto podía y cuando debía encararlo no dejaba de fanfarronear con falsedades.
Creía ser convincente, pero en el fondo palpitaba su sospecha de que alguno de los
cuates podía descubrir la triste verdad. Así que al mismo tiempo recibió el
pantalón y el ofrecimiento de su novia: ahora sí, luego de la fiesta buscarían
el sitio y ya, por fin, terminaría el misterio más grande en sus largos 16 años
recién cumplidos. Sólo faltaban tres días y listo, sabría quién era
Yosadara en cuerpo y alma. Llegó a casa, entró a su cuarto, se tumbó el
pantalón viejo y por la prisa se le fue hasta el calzoncillo. Así, desnudo y
con apuro entró en el nuevo. Se vio en el espejo y lucía perfecto,
impecablemente negro. “Este será el pantalón de la victoria”, pensó. Sin perder
alegría, con innecesaria premura bajó el zipper y allí ocurrió el desaguisado.
La punta de su prepucio fue agarrada por los dientes de la cremallera y Adrián
quedó inmovilizado. Sintió un dolor que llegó hasta sus ojos, que de inmediato
se humedecieron. Quiso gritar, pero imaginó la entrada de su madre y sus
hermanas, la bochornosa revisión. Como pudo se tendió en la cama y allí,
inmóvil, esperó no sabía qué. Se fue la madrugada y en la mañana —ventajas de
las vacaciones— oyó el llamado de su madre tras la puerta. Fingió, le dijo que
quería seguir dormido, y así pasó todo el día. Aprovechó que la casa quedó sola
para arrastrarse como gusano a la cocina. Tenía hambre, pero evitó los líquidos
pues no quería orinar. Desesperado, un día y medio después dio un jalón al
zipper que cedió dejando una herida en el pellejo. Sin remedio, su madre lo
llevó al hospital y allí le pusieron cuatro puntos. Ya en casa, casi aliviado,
recibió a Yosadara y ella decidió darle un adelanto: se desabotonó la blusa, se
desabrochó el sostén y Adrián comenzó a gritar de dolor.
sábado, noviembre 19, 2016
Alianza
Bajé
del camión y lo primero que se me ocurrió fue husmear por la ciudad, comenzar a
conocerla pese a sus 38 grados. Así que esto es La Laguna, pensé. Tanto que me
la platicó mi padre, oriundo de acá. El viejo todavía alcanzó a ser fanático
del Santos, pero no me contagió, pues yo torcí hacia Chivas desde que estaba en
la primaria. Mi padre festejó como loco el primer campeonato, allá por el 96, y
un año después se nos adelantó. Desde entonces, para homenajearlo en secreto,
quise echar una vuelta a su ciudad, a Torreón, pero jamás se dio la oportunidad
hasta este día. En la empresa me comisionaron y no me hice del rogar, tomé el
bus y nueve horas después llegué a la cochambrosa terminal. “Los primero es lo
primero, mijo. Vaya al Torreón viejo, camine por la Casa del Cerro y échese una
cerveza en el mercado Alianza. Allí empezó mi ciudad”. Eso hice. Sólo traía una
mochilita de hombro y antes de buscar hotel se me ocurrió tomar un taxi hacia
el “Torreón viejo”, como le decía mi padre. Cuando llegué a la zona comencé a
culearme. Era un sitio espantoso, caótico, parecía un mercado de la India. Bajé
de todos modos y erré sin rumbo. Me asombró la cantidad de perros callejeros,
tantos como personas. También me asombró la cantidad de catarrines, todos
tirados o sentados en la calle con su frasco de alcohol médico mezclado con
cualquier refresco. Vi de lejos la famosa Casa del Cerro y me prometí visitarla
con más calma. Luego me interné en un laberinto de callecitas con fruterías,
carnicerías, queserías y todo lo que termine en ías. Hallé, por cierto, varías
cervecerías semiocultas y por supuesto sórdidas. Vi una que además contaba con
billares. Entré. Estaba sola, pero apenas me senté, comenzaron a poblarse las
otras mesas. Supongo, por las fachas, que eran albañiles, jornaleros, raza de
combate a ras de suelo. Sentí que algunos me miraban de vez en vez. El solo
hecho de usar lentes era allí una diferencia sustancial. Pensé en beber sólo
una Indio y salir, pero me gustó que estuviera harto fría y me tomé la segunda.
Algo más me gustó: la música norteña de la rocola, triste y justísima para el
lugar. Cinco horas después salí de allí, mareado y vagamente orgulloso porque
le cumplí a mi padre: empecé a conocer Torreón por su comienzo. Luego pedí un
taxi hacia cualquier hotel.
miércoles, noviembre 09, 2016
Jefe
Me
urgía un trabajo y compartí a mi primo la inquietud. Era un tipo cercano a dos
o tres mandones, abierto y oficioso. “Le diré a don Óscar que te reciba; él
podrá acomodarte en alguna chamba”, propuso. Don Óscar no, pensé, pero preferí
no ponerme rejego. Confié en el tiempo, en los treinta años transcurridos. Fui
pues a la oficina del viejo. Despachaba en un edificio de tres pisos, todo de su
propiedad. Yo sabía que alternaba el negocio de los tráileres con la política,
pero seguramente andaba en más asuntos. Estos sujetos jamás se quedan quietos,
le tiran a todo. En la antesala me hicieron esperar más de media hora. De la
mesita central tomé una revista para matar el rato. Era un pasquín servil al
poder de turno y por supuesto hostil, casi brutal, con los enemigos. Por allí
vi la foto de don Óscar en un templete donde él y varios como él levantan los
brazos en señal de triunfo. Era uno más entre los pocos que se habían apoderado
del municipio. Jamás perdían. La secretaria me hizo pasar y lo vi de espaldas,
la mancha de pelo corto en su nuca y la calva como tonsura. Hablaba por
teléfono, miraba hacia la calle. Esperé de pie a que el viejo me ofreciera
asiento. Tres eternos minutos después se dio la vuelta y casi sin verme estiró
la mano para señalarme el asiento. Siguió llamando. Capté que era una larga
distancia, algo de comprar o vender camiones en Reynosa. Hablaba sin cuidar la
información, fuerte y distendido. Colgó veinte minutos después y de inmediato
recibió otra llamada. Era un colega suyo de la política local. Lo trató de
compadre. Habló sobre una reunión. Mencionó un rancho. Especuló sobre una
candidatura. Habían pasado treinta años desde que publiqué un reportaje sobre
este gusano. En ese lapso perdí todo: la revista, la familia, el entusiasmo.
El viejo colgó otra vez. Apenas lo hizo, le habló su secretaria. Salió de la
oficina sin cerrar la puerta y me abandonó quince minutos más. Atendió de pie a
uno de sus empleados. Al fin volvió, miró la pantallita de su celular, picoteó.
Tomó asiento, barajó papeles sobre el fichero, habló: “¿Lo conozco?”. Respondí
que no. “Bueno, da igual. Mire, tengo un puesto de velador. Si le cuadra,
empieza hoy”. Volvió a sonar su celular. Mencionó unas inversiones en McAllen.
sábado, noviembre 05, 2016
Torre
La
“Figura 68” (Torre de radioemisión vista desde abajo, foto de László Moholy-Nagy) del
libro Punto y línea sobre el plano,
de Vassily Kandinsky, me perturbó. Se trata de una imagen en la que se
entrecruzan varias vigas de metal, lo que configura un todo sin orden aparente.
Es uno de los muchos elementos gráficos que Kandinsky suma a sus teorizaciones
sobre el constructivismo. Lo cito por una razón: esa torre es idéntica a la que
años atrás vi desde esa misma perspectiva y en la que supuse iba a perder la
vida. Todavía hoy, muy frecuentemente, pienso en aquellas horas. Salí de la
galería como a las ocho de la noche, y estaba a punto de llegar a mi Focus
cuando tres hombres me cayeron por la espalda. Oí una voz y al mismo tiempo
sentí una cosa fría y dura en el cuello, detrás de la oreja derecha: “No se
mueva, no mire”. De inmediato acaté la orden. Una manaza me agachó la cabeza y
caminamos a un vehículo. Sólo pude ver los zapatos de quienes me detenían. Me
subieron y en todo momento indicaron que no mirara, que mantuviera el cuerpo
encorvado. Conjeturé: era una confusión. Ese día llevé mi saco más elegante, pues
recibiría al arquitecto Aranguren. Sin problemas cerramos el trato por dos
cuadros que le gustaron mucho, y se fue. Noté que, bien observados, parecíamos
parientes, por lo menos primos: el pelo largo, ensortijado y canoso, la misma
estatura, el saco azul y la camisa blanca. Todavía contesté algunos mails en la
galería, afuera se hizo de noche y al salir pasó lo que pasó. Era una
confusión, sin duda. Nos detuvimos en un paraje oscuro. Me dejaron un rato en
el coche y bajaron a deliberar. Oí que discutían, pero no entendí nada. Poco
después me bajaron, caminamos un rato en la penumbra y llegamos a una torre. Me
echaron las manos atrás, me amarraron a una pata de la torre y se largaron.
Pensé que volverían a terminar con todo, pero no. Tuve mucho frío y sentí que
en cualquier momento me atacarían las alimañas. Asombrosamente pude dormir, y
amaneció. Durante la mañana vi la torre desde abajo, ya con la espalda tiesa de
dolor. Cuando estuve seguro de que no volverían, me zafé del nudo. Todavía eché
un vistazo a la torre y huí a tumbos. Hoy, dos años después, encontré la imagen
del húngaro Moholy-Nagy
y recordé todo con renovado horror.
miércoles, noviembre 02, 2016
Ganchos
Mi boleto era de la fila D en la zona verde, un buen lugar para ver la
pelea de campeonato. No el más caro, por supuesto, pero sí cercano al
ring. Se enfrentarían Ismael Burrito Gómez contra Alberto Misil Aguirre por el fajín de peso gallo
del Consejo. Yo no tenía favorito, pero me inclinaba levemente a favor de Gómez
sólo porque en teoría era el más débil. El título estaba vacante y se
pronosticaba una pelea de órdago. Despaché las preliminares sin mayor emoción, dándole
con gusto a la cerveza. Así llegó el pleito estelar y con él Isabel a la
primera fila. Isabel lucía espectacular, casi una artista. Traía una falda brillosa,
como de oro, untada a su descomunal derrière.
Pese a sus cuarenta y cinco se conservaba como si dios no quisiera maltratarla,
un cromo. Puedo asegurar que incluso estaba mejor que antes, cuando fuimos
novios. Ya desde entonces, a sus veintitantos, era ambiciosa. Jamás dejé de
pensar que, de hecho, me cortó porque aspiraba a más, pero no pude probarlo
porque poco tiempo después consiguió un trabajo fuera de la ciudad y le perdí
el rastro. Pasados los años, un amigo común me dijo que Isabel había pegado el
brinco del barrio al paraíso, pues se agenció un millonario, un cacique de
Zacatecas. En teoría eso no debía dolerme, pero lo hizo. Muchos años pensé lo
mismo cuando el recuerdo me la traía a la mente: la perdí por falta de plata.
Pero yo no estaba muy seguro de que ella estaba bien, feliz y orgullosa de ser
la propiedad de alguien, una cosa. Ella y su mono llegaron pues a la primera fila y de
inmediato noté la pleitesía del acomodador y de otros personajes: el tipo era
tan importante que se daba el lujo de llegar hasta la última pelea y le
respetaban los asientos. Isabel, insisto, lucía como actriz en alfombra roja, y
su dueño era un bigotón de pelo en pecho, esclava en la muñeca y Stetson negro.
Sus conocidos lo saludaban con respeto y frente a Isabel bajaban la cabeza.
Sentí impotente rabia. Cuando comenzó la pelea, vi que el tipo le iba al
Burrito, y entonces, de manera natural, cambié mi preferencia, me incliné por
el Misil. Fueron suficientes dos ganchos para que el Burrito liquidara, por KO
efectivo en el tercer asalto, al bulto Aguirre. Hay tipos que siempre ganan
todo. El bigotón era uno de ellos.
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