Éramos
una horda de niños, siete de mi madre y el resto puros vecinos. Tocaron. Aquella
tarde mi madre abrió la puerta y eran dos mormones, uno rubio, a todas luces
gringo, y otro moreno, a todas luces de la raza de bronce, de los nuestros. Los
dos jóvenes pidieron permiso para dar una plática y mi madre no halló motivo
para negarse. Eran otros tiempos, no se le tenía miedo al extraño ni aunque
fuera gringo. La visita nos pareció extraordinaria, tanto que de inmediato
corrimos a pasar la voz entre los amigos de la cuadra. Sin saber cómo pasó, al
rato ya estábamos quince niños en el patio, listos para escuchar a los encorbatados.
Recuerdo que mi madre se ocultó en la cocina mientras el patio era un hervidero
de expectación infantil. Todos queríamos oír al güero, saber cómo hablaba.
Pasado un rato, luego de que el mexicano introdujo sin despertar nuestra
sorpresa, el gringo dijo unas palabras y todos reímos: hablaba como Tiro Loco
el de las caricaturas, el amigo del burrito Pepe Trueno. Con su cara de
marinero perfecto, nos indicó que organizaría varios juegos. El único que
recuerdo fue el de “Simón dice”. Consistía en hacer todo lo que indicaba el
gringo, quien iba eliminando competidores si daba una orden y era ejecutada sin
que antes de la orden dijera “Simón dice”. Los juegos siguieron y llegó la
noche. Mi madre nos llamó luego a cenar, pero se refería a todos, incluidos los
mormones. Jamás olvidaré los titubeos de nuestros visitantes, la sensación de
que eran imprudentes al aceptar la cena. Mi madre los convenció, dijo que era
algo sencillo, un bocadito preparado así nomás, a las carreras ante la repentina
fiesta. No había sillas para tantos en la mesa de la cocina, así que cenamos de
pie. Todos veíamos al gringo, era el único distinto entre los comensales.
Cuando comenzamos a estirar la mano hacia el mantelito donde mi madre arrojaba,
una tras otra, las suculentas tortillas de harina, el gringo tomó una, la dobló en taco,
le dio una mordida y a partir de allí ya no pudo parar. Creo que se comió
veinte y un vaso con leche, y en ningún momento dejó de elogiar el milagro que
había hecho mi madre. Lo que el gringo nunca supo es que mi madre hizo ese
milagro todos los días al menos durante treinta años. Así era. Tenía las manos
infinitas.