“Bien
hecho, Pepetón”, dijo Toño mientras caminábamos hacia el jardín. Él deseaba
tomar un poco de aire fresco, respirar un momento ahora que su hermana compartía
la cena con el rector, segura ya ante la acechanza de los tiburones. Se llamaba
Olivia y era asquerosamente bella. Traía una banda de miss sobre un vestido rosa que se le pegaba al cuerpo. Había
obtenido un segundo lugar en el concurso estatal y yo no daba crédito: si
Olivia era eso, cómo estaría la que ganó. Todos, por supuesto, la habíamos
visto en fotos, pues triunfó en la zona regional antes de participar en
la finalísima donde quedó a un pelo del primer lugar. Las fotos no son lo
mismo, como pude comprobarlo cuando llegó al salón de fiestas. Yo recogía
boletitos parado en la puerta como uno más de los organizadores. Era el baile
de coronación en la universidad y Olivia había sido invitada. Su hermano Toño,
mi amigo, logró sin batallar que el rector y la sociedad de alumnos aceptáramos
la presencia de la “miss profesional”.
Cuando vi que ella caminaba hacia la entrada supe que estaba viendo algo
inolvidable. Y lo era, si no cómo explicar que más de treinta años después yo
recuerde aquel momento como si lo estuviera viendo: Olivia tomada del antebrazo
por su hermano, altísima en unos zapatos de aguja y el pelo exuberante y algo
rizado y azabache cayendo sobre unos hombros perfectos. Luego, cerca, los ojos
gigantescos y alegres y la sonrisa enmarcada en labios escarlata bajo su
naricita de pellizco. Pasó la puerta, Toño me la presentó y no supe si recogí o
no los boletos. Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida y la admiré
como correspondía: desde abajo, desde la más rotunda imposibilidad de
alcanzarla. Poco después de que Olivia pasó, recordé mis preparativos. Yo había
buscado un traje para la fiesta y con los pocos pesos que pude juntar sólo me
alcanzó para uno verde-musgo de Milano. Mal cortado, tenía el tiro tan abajo que
sentía caminar como si trajera el pantalón de Cantinflas, a medio culo, siempre
a punto de caer. Poco después ocurrió un milagro. Toño, no sé por qué, llegó
apuradamente y me llevó a un extremo de la pista, colocó mi brazo a modo para
que Olivia me usara como chambelán improvisado. Un instante después, recorrí la
pista junto a ella con la marcha triunfal de Aída. Fue lo más cerca que estuve jamás
de la belleza total. Duró un minuto y sé que aquello ocurrió porque yo no
representaba ningún peligro para Olivia.