De
alguna manera pensé con anticipación en esa posibilidad. Todo partió de una
anécdota, cuando un actor me contó su “método”, por llamarlo de algún modo.
Cuenta que le llamaban del banco para acosarlo por las deudas y que una vez,
espontáneamente, se le ocurrió hablar como niño: “Bueno… mi papá no está…
olvidó su celular…”. Lo hacía tan bien que desconcertaba a los agresivos
mastines telefónicos, quienes a regañadientes terminaban cortando la llamada
cuando el supuesto niño los envolvía con falsos titubeos. “Quiero seguir ese
ejemplo”, me dije, pero no con voz de mocoso, que no me sale. Inventé entonces
mi performance y esperé gozoso la oportunidad. Recibí la llamada de la compañía
telefónica y aproveché, para entrenarme bien, que se trataba de algo más
relajado: una oferta. “Le hablamos para informarle que tenemos un nuevo plan
tarifario para usted…”. Impedí que añadiera más datos y comencé mi intervención:
“Señorita, gracias por llamar. Usted será la última persona con la que hablaré:
he decidido quitarme la vida…”. Yo sabía que ella iba a balbucear ante esta
primera afirmación, pero que no cortaría porque estaba en riesgo su trabajo si
dejaba solo a un cliente en la orilla del suicidio: “Señor, no, espere…”.
Seguí: “Está decidido, señorita. Ya no puedo más… años y años cargando esta
horrible sensación de fracaso, todo es irremediable…”. Silencio del otro lado,
y continué: “¿Sabe cuántas veces he intentado salir adelante, sabe cuánto he
luchado para librarme de este sentimiento? No, no lo sabe usted ni lo sabe
nadie, señorita. Por eso ya, se acabó, basta. Nunca más volverán a echarme de
un trabajo, las mujeres nunca más volverán a humillarme…”. Y ella habló: “No,
señor, espere, espere…”. La interrumpí nuevamente: “Mire, señorita, ya no puedo
esperar más. He llegado a un punto sin retorno [esta frase la oí en una
película], a la decisión definitiva. Ya no hay poder humano que pueda detenerme
y no siento ningún temor. Sé que sólo así terminará todo el maldito agobio que
me tiene hundido desde hace tantos años. No hay remedio, hice lo que pude…”.
Tenía preparada una palomita de pirotecnia y la encendí. Tronó. Del otro lado
escuché el “Bueno, bueno, bueno…” que ahora disfruté, sonriente.