El
viernes a las cinco salí corriendo de la oficina, llegué a casa y en la maleta
arrojé todo lo que pude para sobrevivir el fin de semana en Guadalajara. La
inauguración de la nueva sucursal estaba programada para las nueve del sábado,
demasiado temprano. Corrí al aeropuerto con la maleta hecha a las prisas, es
verdad, pero procuré que el traje se conservara intacto en su estuche para no
dar arrugadas lástimas al día siguiente. Al aterrizar no fue necesario ir a la banda,
así que corrí a tomar el taxi que me llevaría al hotel. Hasta ese momento no
había pensado en mi pelo con serenidad. Me lo toqué: sentí la cabezota de león,
la greña de dos meses abultada sobre mi cráneo. La inauguración iba a ser cosa
elegante, con muchas edecanes y mucho niñote fresa sonriendo ante las cámaras.
Me iba a sentir mal, lo sabía, pues me desagrada hasta la depresión andar como
palmera. Siempre me asombraron esos tipos que pueden usar el pelo largo y les
sienta a modo, pero yo tengo de esas cabelleras y esas cabezas que sin poda no
están “de verse”, como dice mi padre. El caso es que eran como las diez de la
noche e iba en el taxi ya resignado a mi jodido look, cuando se dio una aparición maravillosa: vi abierta una
peluquería. Estaba en una especie de barrio, y le ordené al taxista que de
inmediato diera vuelta a la manzana. Bajé con mis maletas y entré: un joven con
filipina blanca leía un tabloide amarillista en el sillón de peluquero.
Pregunté que si había servicio y afirmó. Me senté y el joven comenzó a quitarse
la filipina. Luego salió un anciano de una puerta sólo cubierta con un trapo.
El viejo recibió un beso en la frente y el joven se marchó. Supuse que era su
hijo. El viejo me colocó el mandil, preguntó “cómo”, dije “cortito, escolar”, y
comenzó la operación. Noté con alarma que sus manos temblaban, que la tijera
atacaba como avión de combate al lado de mis sienes. Pensé en el papelón del
día siguiente: llegar trasquilado a la ceremonia. Quise huir, pero no supe cómo
hacerlo, así que me resigné al desastre. A tijeretazos temblorosos, sin decir
una sola palabra, el viejo terminó su labor. Cuando al fin estuve en el baño
del hotel, sonreí: quedé como me gusta, mejor que nunca.