Imponer
el modelo neoliberal ha costado sangre, muchísima sangre en México. Esa
imposición no sólo introdujo nuevas y drásticas reglas en la economía mexicana,
sino una alteración radical de la vida política y social del país. En lo
político, por ejemplo, desde Salinas o un poco antes, con De la Madrid, comenzó
a maniobrarse para viabilizar una apertura que permitiera a la postre crear las
condiciones necesarias para vivir en plena democracia, pues la idea del libre
mercado chocaba con la de un partido casi único por hegemónico. La inversión en
los procesos electorales (desde que se sientan las bases más remotas hasta que
se declara un ganador) acaso es la más alta o una de las más altas en el mundo,
y sirvió a finales del siglo XX para crear confianza entre los mexicanos y entre
los inversionistas extranjeros sobre nuestro aseo electoral.
Ocurrió,
sin embargo, que esa mínima cuota de confianza en la zona donde se afinca la
imagen democrática acarreó, entre otras consecuencias, el avance de movimientos
sociales que pusieron en crisis la estabilidad política necesaria para
favorecer el modelo neoliberal. En las elecciones de 2006 tronó todo, el IFE
fue rebasado por quienes controlan el poder económico-mediático y comenzó la
marcha atrás, de nuevo, a las cavernas de lo electoral. En lugar de permanecer
al margen de los partidos para desempeñar un arbitraje pulcro y desinteresado,
la estructura electoral fue copada, prácticamente fisurada en sus huesos para
impedir que se repitiera el escenario de 2006. Y funcionó.
Como
la electoral, otras áreas han sido gradual y sostenidamente enviadas a la fosa desde
hace treinta años. Los movimientos obreros fueron neutralizados por la cooptación
de los líderes, como siempre, y por el miedo al desempleo que lejos de ser combatido
con organización de los trabajadores ha servido como fantasma paralizador de
cualquier lucha. Casos ejemplares abundan, pero el más importante es el
magisterial: controlado por una cacica ignorante durante décadas, el sindicato
de maestros que gozó de cierto margen de maniobra está ahora, a plenitud, en
manos del gobierno federal, lo que entre los maestros ha sembrado el pánico por
la pérdida de prerrogativas o, de plano, el desempleo.
Y
así uno y otro aspectos de la vida nacional han sido, en diferentes momentos y
a diferentes ritmos, articulados en función de intereses que en muy poco ayudan
a generar bienestar entre los ciudadanos. El país es una mina y hay que vaciarla,
exprimirle toda su riqueza sin pensar demasiado en las consecuencias sociales
que esa iniquidad pueda acarrear. En cualquier otro caso, valga este ejemplo,
una Cruzada contra el Hambre —por cierto absolutamente inútil, pues se trata de
una cruzada contra lo que ellos mismos siguen provocando sin piedad— debería
ser vergonzosa, pero aquí es planteada como programa de gobierno. Ya ni la
burla perdonan, pues.
Ahora
bien, todas estas políticas inhumanas han venido acompañadas por un
edurecimiento de los aparatos represivos. Obvio: cuando la parálisis, el miedo
o la desorganización son revertidos, el gobierno pone en acción su maquinaria.
La presencia ubicua de efectivos de seguridad —policías municipales, estatales,
federales y demás— tiene un sentido en principio inhibitorio, pero ante una
orden esos elementos pueden actuar y cometer cualquier atrocidad. Si a esto le
añadimos el componente de la iniciativa propia o de sus relaciones con los
cárteles, las consecuencias pueden ser aterradoras, como pasó, ya se sabe en
todo el mundo, con los jóvenes normalistas de Ayotzinapa.