Leí
por primera vez, y única, a Robert Darnton (Nueva York, 1939) en 1995, poco
después de haber comprado en mi rancho La
gran matanza de los gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa
(FCE, 1987). Quedé maravillado, pero luego pasaron los años y los años y jamás
tuve a merced algún otro libro suyo. En aquel tiempo supe que Darnton ya era
considerado una autoridad en materia de siglo XVIII francés y especialista —al
nivel de Roger Chartier— en el apasionante tema de los libros y la lectura.
Entre otros blasoncillos, egresó de Harvard e hizo su doctorado en Oxford, y entre
sus reconocimientos destaca que fue nombrado caballero de la Legión de Honor
por el gobierno francés.
Pese
a que no conseguí otro libro de su cuño, con frecuencia hallaba su nombre en la
prensa cultural, siempre asociado al universo dieciochesco franchute o al tema
siamés libro/lectura, como en el artículo “Cinco mitos sobre la era de la
información” publicado por la revista Nexos
con traducción del torreonense Antonio Saborit. Allí Darnton enlista falacias
que, esto lo afirmo yo, en cierto grado pueden contener algo o mucho de verdad,
no ser tan míticas como parecen, y por tanto podrían merecer, al menos, una mínima
objeción. Por provenir de alguien que sabe de lo que habla, quiero comentarlas,
dado que también se refieren a algo que me atañe como profesional y como
transeúnte: qué tanto se publica hoy y qué tanto se lee.
El
primer mito que Darnton desea echar abajo es este: “El libro está muerto”. Con
datos duros muestra que eso es falso de toda falsedad, como dice el filósofo
Santiago Creel. El experto norteamericano señala que nunca se habían publicado
tantos libros como en este tiempo (un millón de nuevos títulos en 2011) y que
la tendencia es que la producción aumente año tras año, no que decrezca. Pues
sí, el mito de que el libro está muerto es eso, un mito, pero a la
hiperproducción demostrada con un criterio cuantitativo se le puede enfrentar
el cualitativo. No es necesario ser un entendido para apreciar, con accesos
frecuentes a las librerías, que la producción en efecto es incesante, pero también
que una muy gorda parte de ese total la ocupan libros cuya importancia es nula
en casi todos los términos, menos en el de subrayar su adscripción a uno de los
varios nichos ocupados por el libro de ocasión.
Al
segundo mito, que “Hemos accedido a la era de la información”, lo despacha con
total facilidad; para él, todas las eras son las eras de la información, cada
una con los medios asequibles en su momento. El tercero, que “Toda la
información está en línea”, lo rebate diciendo que es absolutamente falso, pues
nomás de pensar en todos los millones de papeles sin digitalizar contenidos en
miles de archivos da para asegurar en que se trata de un mito. El cuarto, que
“Las bibliotecas son obsoletas”, lo plantea en estos términos: no lo son en la
medida en la que han pasado de ser sólo bibliotecas de papel a bibliotecas
digitales o híbridas, o sea, con funciones que van más allá del control y
préstamo de libros. Por último, que “El futuro será digital”; él cree que no,
que lo digital no desplazará al papel, sino que la digitalidad enriquecerá, sin
matarlo, al soporte físico.
Estemos
o no de acuerdo, lo cierto es que no es un asunto menor el planteado por
Darnton. La lectura, el libro, la información, internet, en todo eso fluye
información casi como si allí fluyera la sangre de la humanidad.