El
miércoles 22 seguí atento las noticias sobre la marcha que desembocó en el
zócalo de la Ciudad de México. Carezco de televisión, pero sé bastarme con las
fotos y los videos de internet. La cantidad de marchistas en aquella urbe
descomunal fue, como correspondía al tamaño de los agravios y la indignación,
enorme. Pero más que en el número me centré en la composición de los
marchistas. Notablemente, asombrosamente, una cantidad harto significativa de participantes
dejaba ver su procedencia de universidades públicas y privadas, lo que de algún
modo permite afirmar que la marcha puede ser calificada estudiantil.
De
ser cierto, este dato no es menor. Que una cantidad importante de jóvenes salga
a la calle para protestar por una infamia cometida contra otros jóvenes me
parece un signo alentador, un motivo de esperanza dentro de los oscurísimos
tiempos que padece nuestro país. Nada impide que los adultos, todos los que
estamos más entrados en años, podamos participar de las protestas, pero sin
duda no contamos ya con la vitalidad y el empuje que siempre tendrá la juventud. Por
eso fue (es) alentador que miles y miles de estudiantes en todo el país,
principalmente en la capital, se hayan declarado públicamente consternados y
hayan exigido con su presencia el esclarecimiento de los hechos ocurridos en el
estado de Guerrero.
La
participación política de los jóvenes, insisto, no es un dato de importancia
menor en una sociedad atribulada como la mexicana. De hecho, si me lo
preguntan, no veo salida al caos que es nuestro país sin la presencia
entusiasta de los jóvenes. No por otra razón, obvio, desde hace décadas hay una
cruzada internacional para desactivar su participación en todo esto, por
banalizar sus gustos, por alejarlos completamente de toda noción de compromiso
y responsabilidad social, para atornillarlos a una visión cool de la realidad o para decepcionarlos de todo, salvo del
individualismo exitista.
Entre
lo que ha sido machacado poco a poco hasta ser convertido en papilla está,
precisamente, la idea de que no tiene ningún sentido organizarse, participar,
luchar. No por otra razón se ha construido en el imaginario nacional la
poderosa idea de que todos los partidos y todos los políticos son una mierda,
un caso perdido, alcantarillas que sólo conducen al drenaje profundo de la
corrupción. La idea es, en efecto, cierta o casi cierta: la política mexicana
está en manos de gángsters que controlan todo, incluidos los mensajes que
difunden la idea desalentadora de que es imposible luchar contra ellos, de que
cualquier lucha política derivará forzosamente en la putrefacción.
Los
jóvenes estudiantes, pues, deben participar y deben construir y deben
organizarse aunque la corriente contraria sea caudalosa. Si no lo hacen, si
sólo participan con una consigna, con un grito, con una marcha y luego se
alejan de la lucha organizada, terminarán convirtiendo su indignación en un ex
abrupto, en una manifestación anecdótica casi irrelevante.
En
uno de estos días recientes y agitados supe por ejemplo de una joven que fue
cuestionada por protestar, ya que ella pertenece a una escuela privada. Supe
que respondió bien al afirmar que en materia de solidaridad no importa la
procedencia escolar pública o privada. Yo agregaría que en un país con tantas
desigualdades, un estudiante, todo estudiante, es un privilegiado y por ello su
responsabilidad social es mayor a la del joven sin acceso a la instrucción.
Y todavía el pasado miércoles, casi a punto de dormir
(cada vez caigo en cama más temprano), me llegó un tuit de @aliciagurrola.
Amable, Alicia me mandó un enlace youtubero a la canción, famosísima en mis épocas
de secundaria y prepa, “Me gustan los estudiantes” (también conocida como “Que
vivan los estudiantes"), de la gran Violeta Parra. Me dio gusto recibirla porque
de su letra siempre he repetido íntimamente esta estrofa en la que sigo
creyendo así suene hoy “panfletaria”: “Me gustan los estudiantes / porque son
la levadura / del pan que saldrá del horno / con toda su sabrosura / para la
boca del pobre / que come con amargura. / Caramba y zamba la cosa, / viva la
literatura”. Sea pues. Ojalá.