En 2005 publiqué, y no estaba integrada al blog Ruta Norte Laguna, esta reseña sobre la primera novela del chileno Pedro Lemebel. Creo que readquiere algo de vigencia en el 40 aniversario del golpe de 1973.
Admirable Lemebel
Nada, ningún libro de
Pedro Lemebel puede ser hallado en La Laguna. Tuve que esperar un año para que
algún amigo cercano viajara a Chile y me trajera un libro más de aquel autor
insólito en las letras latinoamericanas. El amigo cercano fue mi alumno Diego
Iván Pérez, quien a finales de noviembre estuvo en Santiago y allí detectó el
encargo que le hice: Tengo miedo torero,
la primera novela del cronista Lemebel.
Supe de este autor
gracias a Juan Pablo Neyret, quien no sólo me lo mencionó insistentes veces en
nuestras conversaciones argentinas, sino que una y otra vez dejaba caer el
apellido “Lemebel” en nuestra charla emílica. Tanta y tan profunda es la
admiración de Neyret por el chileno que hasta a propuesta mía le publicamos un
ensayo sobre el tema en Acequias,
revista de la UIA Laguna. Neyret, lo cito abreviadamente, dice allí de este
escritor gay que es “uno de los mejores prosistas
contemporáneos de la lengua castellana. Lengua que él le saca al idioma, lengua
que retuerce y que menea obsceno desde su condición de roto, marica,
izquierdista, antipinochetista...”.
Todo eso, las charlas y el ensayo, me obligaron a encender la linterna para
buscar lo que fuera de Lemebel. En mayo encontré Loco afán. Crónicas de sidario, volumen publicado por Anagrama. No
pensaba que los elogios fueran para tanto, pero mi primera reacción resultó
similar a la que puede tener un adolescente cuando le compran la motocicleta de
sus sueños: me invadió la alegría de recorrer las pistas de la literatura en un
par de llantas nuevas, en una prosa que fluía barroca, desenfadada y al alimón
comprometida, hiriente y tierna a la vez, cínica y grave en todo renglón.
Entendí así, de golpe, el merecido éxito de Lemebel, su gran cauda de lectores,
el nervio electrizante de su palabra.
Cierto: leí sus
crónicas y me dejaron hundido en la fascinación, pero yo esperaba la novela.
Así, varios meses luego, Tengo miedo torero me cayó en las palmas y la
insumí de tres fumadas, casi ajeno al respiro y al alimento. ¿Y qué hechiza de
Lemebel en Tengo miedo torero? La
respuesta es tan simple como vaga: todo, hasta sus muy humanas imperfecciones.
El chileno encontró en este relato el tono perfecto para narrar la emotiva
historia de la Loca del Frente, un joto que, como dice la contratapa, “sin
saber sabiendo” ayuda en 1986 a una escuadra de guerrilleros del Frente
Patriótico Manuel Rodríguez. Fue tal el impacto que me causó el ingreso al
libro que durante las primeras cuarenta páginas no reparé en tomar una sola
nota ni en hacer un solo subrayado. Nada. La narración se dejó venir como
avalancha hacia mis ojos y entré en la vida de esa loca con una facilidad sólo
comparable a la del polluelo que ingresa feliz a la jaula.
Básicamente, la novela
de Lemebel presenta cuatro personajes: la Loca del Frente, Carlos —el joven
universitario que milita con ese seudónimo en el FPMR—, el tirano chileno por
antonomasia y su incallable y estólida esposa. Con esos protagonistas, y con el
Chile de la monstruosidad pinochetista, el autor de Tengo miedo torero arma un fresco que va más allá,
infinitamente más allá, de la mera anécdota: el país narrado es un país preso
por el dolor que le inflige diariamente, desde el 11 de septiembre de 1973, esa
bestia irrefrenable apellidada Pinochet Ugarte. A través de la loca enamorada
de un Carlos frentista que sólo le corresponde con miraditas y fugaces abrazos,
entramos en la preparación del atentado que en septiembre del 86 organizó el
FPMR contra el déspota. El resultado ya lo sabemos: Pinochet salvó el cochino
pellejo pero en el mundo, y sobre todo en Chile, quedó la marca del odio que la
libertad y la justicia le profesaban, le profesan, a ese extraordinario
criminal, a ese record man de la
muerte.
No era para menos. Desde
el golpe contra Allende el tirano y sus secuaces inundaron de cadáveres el
suelo chileno e incluso cometieron atrocidades fuera del país, como el
asesinato, perpetrado hacia 1976, de Orlando Letelier en Washington. Chile fue
durante esos años de tiniebla un gran campo de concentración, un imperio de
pánico que tuvo su mayor emblema en la horrendamente célebre Villa Grimaldi,
fábrica de tortura que las 24 del día no dejaba de producir brutalidad. Allí,
los esbirros del gorila aplicaban toda suerte de vejámenes: abusos sexuales, amedrentamiento a familiares, apaleos, aplicación de alcohol y
corrientes eléctricas a las heridas producidas por la tortura, aplicación de electricidad con picana en
diversas partes del cuerpo, arrancamiento de uñas, cejas, pelo y otras partes
del cuerpo, arrojamiento de excrementos e
inmundicias y un etcétera aterrador y kilométrico.
En esa porquería de régimen vive la Loca del
Frente, quien sin hacer preguntas asila en su pintoresco hogar a los jóvenes
del FPMR para que allí, en voz baja durante toda la novela, organicen el ataque
contra el generalote. Mientras eso ocurre, el marica sigue ensimismado en su
mundo de boleros radiofónicos (muchos de ellos mexicanos, por cierto), en sus
bordados de sábanas para vender, en su enculamiento platónico de Carlos. La historia no se derrumba en el chantaje de
crear una heroicidad apócrifa para la Loca. Su heroicidad radica precisamente
en no ser heroica, en ser una mariposa ordinaria y enamorada, sin estudios ni
deseos de luchar más allá de lo que garantice su supervivencia. He ahí parte de
la genialidad en este relato: si un ser convencional, adrede marcado por un
pasado cuasilumpen, cursi y apolítico es capaz de sentir rabia ante la barbarie
de los milicos, en qué condiciones podemos imaginar que estaba Chile. La Loca
entonces es solidaria aunque no lo apetezca, es sensible ante el horror
padecido por su pueblo y jamás usa su condición de gay para decirnos que “hasta
él” es capaz de aborrecer al régimen, lo que le da a Tengo miedo torero un
aroma profundo de autenticidad.
Aunque a veces no se
note, el aire irrespirable e invasivo del ultraje cubre todos los espacios de
la novela. Esa opresión es contada por medio de una prosa que al mismo tiempo
nos hechiza y nos golpea con su candente novedad. Cuando parece que el español
ha dado todo su jugo a punta de exprimidas y exprimidas, Lemebel le extrae
resonancias inéditas, ritmos que son como piruetas barrocas inencontrables en
otras páginas. Hay en Lemebel, como escribió el también chileno Bolaño sobre
Horacio Castellanos Moya, una “voluntad de estilo” insólita, o una preocupación
por crear un extraño y deslumbrante “sistema de metáforas”, como dijo Paz sobre
Lezama.
Neyret apunta con tino
que el de Lemebel “Es un barroco de acá, del Sur, barroco
de barro arrastrado por el río Mapocho. Se trata, en principio, de la
emergencia (en el doble sentido del término) de la escritura homosexual,
siempre bord(e)ando el kitsch pero, y eso es lo que lo diferencia de aquella
oscilación entre el ‘talento’ y la ‘vulgaridad’, con conciencia del artificio.
Lo que parece fluir como la conversación de una pajarraca parlanchina (para
usar comparaciones lemebelianas) es en realidad un apretado trabajo de
redacción y, más aún, de corrección, que no deja palabra ni puntuación libradas
al azar. La alternancia entre el género femenino y masculino al momento de
referirse a la Loca del Frente, la interminable cadena de sinónimos que se
utilizan para nombrarla, dan cuenta de un estilo envidiablemente encabalgado
entre la espontaneidad y la elaboración, ya conocido en las crónicas, pero al
que quien lee debe habituarse a lo largo de páginas y páginas, y cuando se
vence el recelo inicial —que lo hay—, la prosa se desliza, Cortázar dixit, ‘como un río de serpientes’”. Yo
agregaría que en términos formales, y alguna vez trataré de comentarlo más a
fondo, el adjetivo lemebeliano es la joya de su barroquismo.
Ahora que el genocida hijo de perra sigue en
la tormenta de la expectativa para que pague con algo la prolongada noche de su
crimen, haber leído Tengo miedo torero es uno de los ejercicios más
estimulantes que pude tener al cierre de 2005. Es un orgullo haber convivido
con estas páginas del admirable Lemebel.