El amor, quién no lo sabe, es inagotable como tema literario. De hecho, si me apuran a opinar, es el tema que más páginas ha suscitado y seguirá suscitando, pues no hay pasión que se le pueda comparar en poderío como motor de combustión interna. A estas alturas, por ello, parece una osadía arrimarse a ese bocado, pues se corre el riesgo de repetir y repetir lo mil veces repetido en todas las literaturas.
Pero
es inevitable: el amor detiene los sentidos del artista y no tiene más remedio
que aceptarlo, y escribe (o pinta, o filma, o canta) sobre el tema
infinitamente escudriñado. Es aquí, creo, cuando se hace necesaria una
condición: que el creador, para que no suene hueco, sea movido por una pasión
profunda y genuina, tan fuerte como sea posible. De lo contrario, creo, su
exhibición del amor será poco atractiva y por tanto prescindible. El amor,
pues, es el único tema que exige incluso hasta cierta irracionalidad, la misma
que, si nos fijamos bien, ponemos en práctica cuando practicamos el amor no
sobre la cuartilla, sino sobre algún lecho más o menos cómodo, aunque también
pueda ser desahogado en el asiento trasero de un Volkswagen.
Los
poemas de Miguel Amaranto, arracimados en el título Más allá del sueño, me confirman esta hipótesis. Podrá uno
reclamarles lo que sea, menos intensidad, fervor, entrega. A cada tranco, este
poeta peruano cuya radicación lagunera ya va para una década, nos pincela una
instantánea de su emoción íntima. Verso a verso vemos que la llama doble (que a
decir de Paz es el encuentro amoroso) se mantiene anudada y arde como constancia de una
realización más allá de la hoja.
Amaranto
se vuelca en imágenes que celebran la incandescencia de la carne. Sabe que el
amor humano pasa necesariamente por la piel, pero también que la carnalidad es
apenas un pasaje hacia el misterio. Hay algo más allá del cuerpo, entonces,
algo que se cubre de misterio y es inefable. Por eso expresa:
Mirar tu desnudez no sólo
satisface todas estas emociones:
me invita a descubrir
que la naturaleza halla una madre
en ti:
que Dios tiene
cuerpo de mujer.
Ese
poder del magnetismo físico de la carne es lo que lleva al poeta a la
estupefacción. La carne tiene tal gravitación en la consciencia que trasciende
su puro ser material y se convierte, dentro del amor, en un motivo para el
éxtasis, en un espacio con características de santuario, de espacio en el que
habrá algo de sacrílego cuando llegamos al contacto:
Quisiera saberte desnuda en el
vacío,
que nada te roce,
ni siquiera mis
ojos te roben luz.
Esa
mirada que se rinde a la mujer deriva, claro, en la veneración. El amante se
admite, así, esclavo de su pasión, como en el poema que da título al libro:
Quiero tomarte de la mano y
llevarte a tientas sin saber a dónde
caminar sin medir el temor de
hallarnos perdidos en luces ajenas a nuestra sombra.
Y desnudar, al fin, tu voz en el
rincón del mundo que nos acoja.
Saberte poderosa frente a todo lo
que obstruya el flujo de tu fuerza
y sumisa ante aquello que nos
tienda en el deseo.
Entonces consagrarte diosa de mi
reino y ofrecerme esclavo a tus anhelos.
Con
gusto he leído estos poemas. Su desnudez es sincera y nos invita a celebrar dos
ritos: el de leer y emocionarnos, y el de amar y percibir el aroma de la
eternidad en ese trance.
Texto leído en la presentación de la plaqueta Más allá del sueño que se celebró en centro cultural El Xamán el 3 de julio de 2013. Participamos Gerardo Monroy, el autor y yo.