Conviene que ante la justificada cólera generada por el secuestro y el asesinato inclementes nos detengamos un poco, reflexionemos bien y no pidamos agitados, irritados, la pena de muerte como castigo a los culpables de fechorías atroces. Más allá de los argumentos éticos o religiosos hay otros que atraviesan por el más crudo pragmatismo. ¿Quién se encargará de decidir si el castigo terminal es aplicado o no? ¿Quiénes serán los principales receptores de esa punición? ¿Con qué elementos se podrá hallar culpable a alguien para condenarlo a la inyección letal? Es un problema, un verdadero problema, y pasaría con esa pena lo mismo que ocurre, pero con mayor brutalidad, con las sentencias hoy aplicadas sobre muchos internos: en una muy considerable parte de los casos la reclusión se basa en intrincadas y poco claras investigaciones, en falta de recursos económicos para la defensa o en pocas influencias para eludir la privación de la libertad.
Acelerarse, entonces, y pensar como Gamboa Patrón (¡Gamboa Patrón, carajo, una joya!) que en ciertos casos sí sería conveniente la pena capital, es no considerar el atávico estado de agusanamiento que pesa sobre los aparatos de seguridad e “impartición” de justicia mexicanos. Fatalmente, no estamos en Suiza ni en Finlandia, donde uno podría confiar, primero, en el buen derrotero que seguiría una investigación desde el mismo momento en el que son descubiertos los delitos. En esos lugares cualquiera cree en el levantamiento neutral, desapasionado, científico de huellas y de testimonios; luego, en el examen rigurosamente ceñido a la lógica forense, ajena a presiones políticas o económicas, de la evidencia disponible, para derivar por último en el fallo de jueces no manipulables, no amenazables, incorruptibles, o casi.
Los delitos en México no pasan con aseo por esas etapas. Aun hoy, sin pena de muerte ni cadena vitalicia, sabemos que la evidencia es recogida por elementos que piensan de antemano, con sumo cuidado, en las repercusiones políticas de un crimen. Bien sabido es, incluso, que antes de que llegue cualquier investigador autorizado y “experto”, los policías municipales o quien sea, hasta un velador, tumban a las víctimas lo que se pueda usar o revender más adelante, como joyas, dinero, ropa, identificaciones. Si la víctima es pobre, su caso es manejado relajadamente y tal vez nunca lleguen a buen puerto los análisis; no pasa lo mismo si es pudiente: en esa situación los aparatos de investigación se mueven con tanta agilidad que no es poco frecuente el despeje de los enigmas aunque luego bullan sospechas sobre invención de chivos expiatorios y siembra de evidencias. Las cárceles están llenas de pobres, de prietitos con apellidos sin lustre. Algunos están allí gracias a un acto de justicia, sí; otros, simplemente por una delación amañada, por no tener dinero para pagar una defensa profesional o porque no tienen un compadre poderoso que les eche la mano para evitar el zarpazo de “la ley”.
Dado que México es un país atestado de pobres y de clasemedieros trepadores y fascistizados que se creen a salvo de la pinchedumbre sólo porque tienen un pariente regidor o pequeño empresario, es muy peligroso aceptar así, por puro enojo, la pena de muerte como solución al problema de la violencia desatada. Cualquiera podría ser víctima de un cuatro, de una delación marrullera, y ante la fuerza de un político/empresario potentado, por ejemplo, no habría salvación: el dinero y las influencias moverían palancas para que muchos, acaso sin deberla, dieran con sus huesos en la sórdida cama que inmortalizó a Sean Penn.
Más que endurecer las penas, hay que endurecer las investigaciones y los procesos judiciales, hacerlos impermeables a la corrupción o al menos taparles las anchas goteras que hoy padecen.
Acelerarse, entonces, y pensar como Gamboa Patrón (¡Gamboa Patrón, carajo, una joya!) que en ciertos casos sí sería conveniente la pena capital, es no considerar el atávico estado de agusanamiento que pesa sobre los aparatos de seguridad e “impartición” de justicia mexicanos. Fatalmente, no estamos en Suiza ni en Finlandia, donde uno podría confiar, primero, en el buen derrotero que seguiría una investigación desde el mismo momento en el que son descubiertos los delitos. En esos lugares cualquiera cree en el levantamiento neutral, desapasionado, científico de huellas y de testimonios; luego, en el examen rigurosamente ceñido a la lógica forense, ajena a presiones políticas o económicas, de la evidencia disponible, para derivar por último en el fallo de jueces no manipulables, no amenazables, incorruptibles, o casi.
Los delitos en México no pasan con aseo por esas etapas. Aun hoy, sin pena de muerte ni cadena vitalicia, sabemos que la evidencia es recogida por elementos que piensan de antemano, con sumo cuidado, en las repercusiones políticas de un crimen. Bien sabido es, incluso, que antes de que llegue cualquier investigador autorizado y “experto”, los policías municipales o quien sea, hasta un velador, tumban a las víctimas lo que se pueda usar o revender más adelante, como joyas, dinero, ropa, identificaciones. Si la víctima es pobre, su caso es manejado relajadamente y tal vez nunca lleguen a buen puerto los análisis; no pasa lo mismo si es pudiente: en esa situación los aparatos de investigación se mueven con tanta agilidad que no es poco frecuente el despeje de los enigmas aunque luego bullan sospechas sobre invención de chivos expiatorios y siembra de evidencias. Las cárceles están llenas de pobres, de prietitos con apellidos sin lustre. Algunos están allí gracias a un acto de justicia, sí; otros, simplemente por una delación amañada, por no tener dinero para pagar una defensa profesional o porque no tienen un compadre poderoso que les eche la mano para evitar el zarpazo de “la ley”.
Dado que México es un país atestado de pobres y de clasemedieros trepadores y fascistizados que se creen a salvo de la pinchedumbre sólo porque tienen un pariente regidor o pequeño empresario, es muy peligroso aceptar así, por puro enojo, la pena de muerte como solución al problema de la violencia desatada. Cualquiera podría ser víctima de un cuatro, de una delación marrullera, y ante la fuerza de un político/empresario potentado, por ejemplo, no habría salvación: el dinero y las influencias moverían palancas para que muchos, acaso sin deberla, dieran con sus huesos en la sórdida cama que inmortalizó a Sean Penn.
Más que endurecer las penas, hay que endurecer las investigaciones y los procesos judiciales, hacerlos impermeables a la corrupción o al menos taparles las anchas goteras que hoy padecen.