¿Qué pasaría si en vez de la minuciosa cobertura que les infligen a nuestros atletas olímpicos los medios ignoraran, ahora sí que olímpicamente, todas las competencias en las que participan esos compatriotas? Imaginemos tal vacío, imaginemos que sólo recibimos noticias rezagadas y meramente textuales, como cables de ínfima categoría para un rincón de octava plana en las secciones deportivas. Construyo ese cuadro fantasioso porque creo que gran parte de la frustración proviene de la sobrexhibición de las derrotas, de esa cobertura que a toda costa escudriña con lupa el desempeño de nuestros atletas sólo para restregarnos en la cara que perdieron, que quedaron rezagados, que al final se desinflaron o que no pudieron con los nervios.
La idea de la sobrexhibición exaltada me nació el lunes, cuando la transmisión de los clavados desde el trampolín de tres metros fue interrumpida para ceder la pantalla a un triatlonista mexicano que iba “fugado” en su bicicleta. El cronista hacía esfuerzos gimnásticos para esperanzarnos, para decirnos que el atleta Francisco Serrano (homónimo de aquel general al que le madrugaron arteramente en Huitzilac) encabezaba la justa e iba en heroico rumbo a la medalla. El comentarista se mantuvo así, con verbo frenético, como diez minutos, hasta que mandó a un breve corte de la señal. Al volver al aire, como suele ocurrir, miles de ingenuos nos encontramos con la ley del mexicano que destaca un rato en las olimpiadas: Serrano había sido rebasado. Poco después, un alemán entraba en primer lugar y el mexicano no alcanzó a pepenar medalla.
Sé que Serrano hizo su máximo esfuerzo, y que su lugar fue decoroso entre todos los demás competidores. Lo cuestionable es el fervor balín del locutor, que nos ilusionó de oquis, sólo para dejarnos más frustrados que de costumbre. Allí se me ocurrió escribir estos párrafos, pues noté la recurrente exaltación de los comentaristas cada vez que un mexicano da trazas de que puede trepar al podio. Aunque sea un deporte ordinariamente mirado con indiferencia por los medios (tiro con arco, canotaje, volibol playero), los especialistas con micrófono, quienes se supone son expertos, inflaman sus palabras y crean la ménguara ilusión de que en verdad se puede. Luego viene el desplome del atleta y en ese momento hay un abrupto retorno a la indiferencia mediática. Pasó con un tirador con arco, con las volibolistas de playa, con un clavadista y con el boxeador de apellido Santos: pasaron las primeras rondas, fueron asediados por la prensa y cuando quedaron fuera de la competencia estalló de golpe la burbuja.
Lacrimógenos, varios reportajes han dado, además, cuenta hasta de las condiciones familiares que viven los atletas mexicanos, como el karateca Pérez, de Uruapan, quien para costearse parte de su preparación preolímpica maneja un taxi desde las cinco de la mañana hasta la una de la tarde. En esas circunstancias, no es ocioso preguntar si los medios hacen bien al aumentar artificiosamente las expectativas del público o si sería mejor decir la verdad sin pelos en la lengua: el deporte olímpico mexicano jamás figurará en ninguna disciplina mientras esté atascado, como está y ha estado siempre, de directivos pránganas y de atletas que muchas veces con las uñas pagan su preparación. En este caso no es, creo, admisible el romanticismo: los medios deben bajar la cantidad de pólvora que le ponen a sus infiernitos y no inventar posibilidades donde no las hay. Ya se ha visto que el éxito del deporte olímpico es una mezcla de buena administración, talento, disciplina y ciencia. México sólo tiene talento y, en casos aislados, disciplina; lo otro, que es indispensable, no existe, así que todo o casi todo lo que nos digan los especialistas es una falacia, la más simplona manera de mantener ilusiones que se evaporan al primer contacto con la maldita realidad.
La idea de la sobrexhibición exaltada me nació el lunes, cuando la transmisión de los clavados desde el trampolín de tres metros fue interrumpida para ceder la pantalla a un triatlonista mexicano que iba “fugado” en su bicicleta. El cronista hacía esfuerzos gimnásticos para esperanzarnos, para decirnos que el atleta Francisco Serrano (homónimo de aquel general al que le madrugaron arteramente en Huitzilac) encabezaba la justa e iba en heroico rumbo a la medalla. El comentarista se mantuvo así, con verbo frenético, como diez minutos, hasta que mandó a un breve corte de la señal. Al volver al aire, como suele ocurrir, miles de ingenuos nos encontramos con la ley del mexicano que destaca un rato en las olimpiadas: Serrano había sido rebasado. Poco después, un alemán entraba en primer lugar y el mexicano no alcanzó a pepenar medalla.
Sé que Serrano hizo su máximo esfuerzo, y que su lugar fue decoroso entre todos los demás competidores. Lo cuestionable es el fervor balín del locutor, que nos ilusionó de oquis, sólo para dejarnos más frustrados que de costumbre. Allí se me ocurrió escribir estos párrafos, pues noté la recurrente exaltación de los comentaristas cada vez que un mexicano da trazas de que puede trepar al podio. Aunque sea un deporte ordinariamente mirado con indiferencia por los medios (tiro con arco, canotaje, volibol playero), los especialistas con micrófono, quienes se supone son expertos, inflaman sus palabras y crean la ménguara ilusión de que en verdad se puede. Luego viene el desplome del atleta y en ese momento hay un abrupto retorno a la indiferencia mediática. Pasó con un tirador con arco, con las volibolistas de playa, con un clavadista y con el boxeador de apellido Santos: pasaron las primeras rondas, fueron asediados por la prensa y cuando quedaron fuera de la competencia estalló de golpe la burbuja.
Lacrimógenos, varios reportajes han dado, además, cuenta hasta de las condiciones familiares que viven los atletas mexicanos, como el karateca Pérez, de Uruapan, quien para costearse parte de su preparación preolímpica maneja un taxi desde las cinco de la mañana hasta la una de la tarde. En esas circunstancias, no es ocioso preguntar si los medios hacen bien al aumentar artificiosamente las expectativas del público o si sería mejor decir la verdad sin pelos en la lengua: el deporte olímpico mexicano jamás figurará en ninguna disciplina mientras esté atascado, como está y ha estado siempre, de directivos pránganas y de atletas que muchas veces con las uñas pagan su preparación. En este caso no es, creo, admisible el romanticismo: los medios deben bajar la cantidad de pólvora que le ponen a sus infiernitos y no inventar posibilidades donde no las hay. Ya se ha visto que el éxito del deporte olímpico es una mezcla de buena administración, talento, disciplina y ciencia. México sólo tiene talento y, en casos aislados, disciplina; lo otro, que es indispensable, no existe, así que todo o casi todo lo que nos digan los especialistas es una falacia, la más simplona manera de mantener ilusiones que se evaporan al primer contacto con la maldita realidad.