domingo, diciembre 21, 2014

Cacería en el barrio















La nostalgia por muchos de nuestros juegos infantiles sobrevivirá los años que nos quedan por vivir, o en otras palabras, morirá junto nosotros. Quiero decir, por ejemplo, que quienes recordamos con cariño las serpientes y escaleras, la lotería, los naipes, las canicas, el trompo y, en el caso de las mujeres, aquello de los vestiditos y la comidita con los juegos de té, no volveremos a ver pequeños que los practiquen con pasión, como los practicamos nosotros.
Hoy —lo sabemos porque es evidente— los juegos que monopolizan el tiempo de los niños están en las pantallas de televisor, computadora, tableta y celular. Por eso no pude más que sonreír cuando en alguna ocasión supe de un proyecto por rescatar los juegos antiguos. Pensé: ¿cambiarán los niños de hoy su xbox con mil juegos interactivos por un cartón y un dadito para echarse unas partidas de serpientes y escaleras? Ni por curiosidad lo harían, así que aquellos juegos ya sólo habitan el recuerdo y sólo están esperando nuestro fin para desaparecer por completo también ellos.
Entre los juegos que igualmente han desaparecido, y esto sí me alegra, hay algunos que practiqué en mi libérrima y callejera niñez, y se relacionan con la cacería. No de venados u otras especies que desde siempre ha estado reservada para los adultos, sino de insectos y otras especies de animales pequeños. Recuerdo al menos cinco que enumero para que quede claro que hoy me arrepiento de aquellos ocios, pues segaban muchas vidas inocentes por mera y estúpida diversión.

Mariposas. En ciertas épocas del año cundían mariposas en la comarca lagunera. Volaban por todos lados, pero era más fácil ver sus desplazamientos en espacio abierto, en el campo o al menos en terrenos baldíos. Hordas de niños —a las que me sumaba— se convertían entonces en aduana terrible de los alados insectos. Para cazarlos era necesario contar con una rama de árbol. La escogíamos larga y flexible, para que al quitarle las hojas quedara como esqueleto vegetal. Cada niño traía pues su rama y todo era que pasara una mariposa, cuyo vuelo nunca era muy alto, para que la persiguiéramos hasta tirarla de un ramazo. La idea es que cayera sin mucho daño, con las alas intactas, pero resultaba inevitable destrozar alguna que otra. Las mariposas más apreciadas eran unas que llamábamos “cola de cigüeña”, cuyas hermosas alas tenían una mezcla simétrica de amarillo y negro; le seguían los “papalotes”, como conocíamos a las mariposas monarca que hoy son tan famosas. Al final de la escala estaban las amarillas o verdes, más pequeñas. No recuerdo que hiciéramos algo especial con los ejemplares obtenidos. Supongo que cazar mariposas sólo tenía como fin cazar mariposas, no más.

Mojarras. Varias veces fui a los ríos de La Laguna, sobre todo al momento de agua que pasaba por Raymundo, en Ciudad Lerdo. Los amigos comprábamos hilo de pescar (que enredábamos en algún bote de jugo) y anzuelos. Con eso podíamos pescar mojarras. Como carnada usábamos bolitas de migajón bien apretadas, y con ese sistema elemental tuve la suerte de obtener algunas presas. Tampoco sé para qué, pues luego de pescar no seguía la actividad de cocinar y comer. Como en el caso de las mariposas, la pesca de mojarritas era un fin en sí mismo.

Hormigas. La cacería de hormigas, lo digo de una vez, no tenía ningún sentido. Era totalmente absurda. En alguna botella —de vidrio, pues en aquellos años escaseaban las de plástico­— cada quién metía tantas hormigas como pudiera. La técnica era simple: tomar la hormiga con las yemas de los dedos y de inmediato, antes de que picara, echarla a la botella, con rapidez de prestidigitador. Una o dos horas después de esta práctica se lograba un hacinamiento de espantadas hormigas en el fondo de la botella.

Palomas. Las cazábamos con la técnica del hilo, el palito y el cajón, como lo hemos visto en innumerables caricaturas. Sí funcionaba, pero requería paciencia. Lo más difícil de conseguir era el cajón, que debía ser relativamente pesado, para que cayera de inmediato luego de jalar el palito con el hilo. No recuerdo qué hacíamos con las palomas atrapadas. Supongo que liberarlas.

Renacuajos. Tampoco sé para qué los cazábamos. Era un tonto divertimento practicado luego de los escasos periodos lluviosos que acarician a región. En los charcos amplios aparecían esas ranas en etapa infantil y las cazábamos con bolsitas de plástico donde las pobres sobrevivían por poco tiempo. Por eso digo que su captura, como las otras ya mencionadas, no tenía ningún sentido.

Como estos son recuerdos de mi niñez, me pega algo de nostalgia al evocarlos. Sin embargo, al mismo tiempo siento pena y malestar. Hoy no haría nada de eso, ni siquiera matar una hormiga. Supongo, no sé, que ya hice todo el daño contra los animales que estaba reservado en mi existencia. Ojalá y esos juegos (y otros peores, como la tauromaquia) desaparezcan para siempre.

Nota de última hora: había un juego que nunca jugué, pero que sí vi jugar: volar mayates. Según supe, era necesario atrapar ese tipo de escarabajos color (precioso color) verde-metálico, luego pasarles un hilo por cierta parte de las alas y después soltarlos. Volaban hasta donde el hilo se los permitía (no más de dos o tres metros), así que eran como avioncitos de control remoto. Creo que el juego no duraba mucho, pues el mayate se cansaba de huir infructuosamente y terminaba por renunciar, exhausto, a sus escapatorias.