La
literatura —e incluyo en ella, aunque de ligas ciertamente menores, a la
composición de canciones populares o “comerciales”—, hace uso muy frecuente de
la enumeración, figura retórica “que consiste en la acumulación o suma de
elementos lingüísticos, ya sea por yuxtaposición o por medio de conjunciones.
Por ejemplo: ‘La sala era un caos: había libros, papeles, vasos
sucios, restos de comida, ropa y diarios viejos desparramados por doquier’”.
La magra definición, claro, no alcanza a ceñir todas sus posibilidades,
pero da el gatazo para sancochar este párrafo de arranque.
Un
enumerador tenaz en la composición de canciones es el español Joaquín Sabina,
tanto que se trata de un recurso que atraviesa de punta a punta muchas de sus creaturas.
Traigo como ejemplo la pieza titulada “La del pirata cojo”, cuya letra se
sostiene en el tropo ya mencionado: “Al Capone en Chicago, / legionario en Melilla,
/ pintor en Montparnasse. / Mercader en Damasco, / costalero en Sevilla, / negro
en nueva Orleans. / Viejo verde en Sodoma, / deportado en Siberia, / sultán en
un harén. / Policía ni en broma, / triunfador de la feria, / gitanito en Jerez.
/ Tahúr en Montecarlo, / cigarrillo en tu boca, / taxista en Nueva York”. Luego
de amplias acumulaciones como la citada, en la que conviven concreciones y
abstracciones, viene el estribillo en el que dice preferir, entre todas las
vidas enumeradas, “la del pirata cojo / con pata de palo, / con parche en el
ojo, / con cara de malo”.
En
“No volveré”, de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, canción (hermosa) más
cercana a nuestro contexto espiritual, los compositores apelan a una enumeración
similar, en este caso comparativa: “Fuimos nubes que el viento apartó, / fuimos
piedras que siempre chocamos, / gotas de agua que el sol resecó, / borrachera
que no terminamos”. En suma, una figura muy productiva en la escritura.
La
idea de comentar este tropo me nació al leer una novela del español Juan Eslava
Galán. Ya la reseñaré, así que por ahora no importan su título ni su asunto. Vi
allí, entre otras muchas, con tenue estilo necesariamente anticuado en la
adjetivación, este párrafo que acentúa hasta el éxtasis la belleza de un
personaje femenino: “Tenía la viuda los ojos grandes y oscuros, orlados de
sedosas pestañas, la nariz recta y marfileña, los labios sensuales y
gordezuelos, los dientes parejos y blancos, la sonrisa cautivadora. El cuello
largo, los hombros moldeados, los pechos grandes y grávidos, el talle estrecho,
con un vientre terso y ligeramente abombado, las caderas anchas y rotundas, los
muslos largos y carnosos, las piernas bien modeladas y los pies pequeños y
juguetones, con las uñas pintadas de carmín”. Luego de esta descripción
acumulativa, prepara otra más corta y tremenda: “Cuando bailaba la danza del
vientre movía con tal sensualidad sus encantos, al compás de una collera de colgantes
con cascabeles de cobre, que provocaba relinchos y gorjeos guturales en la
audiencia masculina. Ante ella perdían gravedad los jueces, notarios y
magistrados y hasta los eunucos sentían renacer la ausente natura”.
Cierro
con un fragmento de El reino de este mundo, novela del cubano Alejo
Carpentier en el que podemos distinguir dos acumulaciones. Este párrafo lo usé
de epígrafe en mi primer libro, y así de mucho me complace: “Pero la grandeza
del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En
el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía
establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de
sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso
dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo
puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”.
Por lo visto, la enumeración es una figura plástica, moldeable. Saber usarla con voluntad de estilo garantiza o casi garantiza la hipnosis del lector.