El
libro Fervor intacto. El libro, el lector
y la lectura (Arlequín, Guadalajara, 2008) contiene tres ensayos en los que
vale la pena colocar el ojo. El primero es archifamoso, la conferencia de
Borges sobre “El libro”, aquella cuyo primer párrafo sale a relucir aquí y allá
a propósito de cualquier conmemoración del libro como la que atravesamos
el 12 de noviembre (“De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso
es, sin duda, el libro…”). El segundo lleva como título “El lector
infrecuente”, de George Steiner, y el último, “El encuentro con los libros”, de
Albert Béguin. Hoy quiero detener la vista sólo en el segundo.
Steiner,
sabemos, nació en 1929 en Francia, era de origen alemán y se nacionalizó
norteamericano. Especialista en cultura europea, fue autor de una rica
bibliografía ensayística y algunas piezas de ficción. Entre otros
reconocimientos, en 2001 obtuvo el Príncipe de Asturias. Murió recién, en
febrero de este año. Que yo recuerde, pocas veces he sido mejor persuadido
sobre las bondades del libro y la lectura que con el ensayo que me topé en Fervor intacto. Es una joya sin renglón
ocioso, un dechado de acercamiento crítico en este caso al acto de leer como
quehacer histórico, movedizo.
El ensayista comienza su tanteo con un amplio comentario sobre el cuadro “Le
Philosophe lisant”, de Chardin. Comenta a detalle todo lo que envuelve el
sentido de esa obra en apariencia simple: un hombre o una mujer, no puede
saberse, leyendo un libro sobre una mesa. A partir de tal imagen, Steiner
reflexiona sobre el sentido de la lectura en el XVIII francés y poco a poco se
va acercando a nuestra época.
En
el camino del recorrido nos topamos con valoraciones sobre muchas de las ideas
que nos asaltan, sin digestión posible, cuando hablamos sobre libros y lectura.
Dice, por ejemplo, que todos los lectores sienten inevitablemente la
culpa de no poder leer más que una pequeña porción de todo lo publicado: “Todo
lector auténtico (…) arrastra consigo el eco regañón de la omisión, de las
estanterías de libros por las que ha pasado a toda prisa, de los libros sobre
cuyos lomos ha pasado los dedos con ciego apresuramiento”; a veces no es
necesario ir a la Biblioteca Británica que menciona Steiner para acusar esa
culpa: yo la siento frente a mi propia y siempre inacabada (de leer) biblioteca
personal.
Esta
otra idea me confirmó el hábito de corregir que me hice desde hace muchos años;
no sabía que alguien le había dedicado tamaño elogio: “El lector que pasa por
los renglones tipográficos sin corregirlos no es sólo un filisteo: es un
renegado del espíritu y del sentido. Podría decirse que en una cultura secular
la mejor forma de definir el estado de gracia consistiría en decir que es aquel
en que el lector no deja sin corregir las erratas —literales o sustantivas— del
texto que lee y pasará a manos de otro”, y poco más adelante, este énfasis: “El
intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un libro tiene un
lápiz en la mano”.
Insisto: este ensayo no tiene palabra huera, y para hacerle justicia habría que citarlo completo. No puedo hacerlo aquí, sólo invitar a que sea buscado y leído para encontrar perlas como ésta sobre la desmemoria provocada por la ruidosa enseñanza actual: “El vigor de la memoria sólo puede sostenerse allí donde hay silencio, el silencio tan explícito en el cuadro de Chardin. Aprender de memoria, transcribir fielmente, leer de verdad, significa estar en silencio y en el interior del silencio”.