sábado, noviembre 21, 2020

Cambiar de género













¿Qué pasa cuando uno cambia de género? ¿Es cómodo o se trata de una experiencia muy distinta? Como todo en la vida, la respuesta a estas preguntas depende plenamente de cada subjetividad, pero sospecho que en la generalidad de los casos un cambio radical de género tiene ingratas implicancias. Esta idea me asaltó durante la lectura de El norte, novela de Emilio Carballido. Su ficha bibliográfica es un dato que doy por mera disciplina, pues es casi imposible conseguirla: fue publicada en 1958 por la Universidad Veracruzana; es el tercer título de la benemérita colección Ficción, sólo precedido por Polvos de arroz y Los huéspedes reales de, respectivamente, Sergio Galindo y Luisa Josefina Hernández. Luego de estos títulos vendrían muchos más, hasta la fecha, de aquella editorial universitaria dirigida hoy por el lagunero Édgar Valencia.

Leer El norte me llevó entonces a pensar en el cambio de género, en el paso de la dramaturgia a la novela, que no son lo mismo aunque ambas sirvan para contar historias. Siempre he pensado en Carballido como escritor de teatro, nada más ni nada menos que el autor de las famosas Rosalba y los llaveros, Te juro Juana que tengo ganas y Rosa de dos aromas, entre muchas otras. La única vez que lo vi, hace como veinte años en una feria del libro lagunera, era ya un dramaturgo consagrado, tal vez el más cotizado del país en aquel momento, así que yo ni siquiera hacía en el mundo novelas de su cuño.

El norte me reveló una faceta desconocida de Carballido. El pulso de su prosa es seguro y el trazo de la anécdota, así como la caracterización psicológica de sus personajes, permiten imaginar que pudo dedicarse de lleno, por qué no, a la narrativa. He indagado en la página del INBA y en efecto consigna un considerable corpus novelístico, aunque no tan abundante y conocido como el teatral: La veleta oxidada, 1956. El norte, Universidad Veracruzana, 1958. Las visitaciones del diablo, Joaquín Mortiz,1965. El sol, Joaquín Mortiz, 1970. El arca de Noé, EMU, 1979. El tren que corría, FCE, 1984. La veleta oxidada, El norte y Un error de estilo, Conaculta, 1991. Flor de abismo, Planeta, 1994. Egeo, Conaculta, 2002. Lilí, etcétera, Alfaguara, 2005.

Cuando un escritor abraza un género se debe en primer término a que en él se siente cómodo, cuando le calza bien, pues en literatura nada hay más fastidioso que escribir con los zapatos apretados. Eso suele ser descubierto casi desde las primeras cuartillas, las de juventud, y es un proceso misterioso, de seguro profundamente influido por la lectura.

Así tenemos entonces que Rulfo no haya escrito poesía (aunque su obra la contiene en grado sumo, pero de otro modo) o Sabines no haya relatado nada (aunque en varios de sus poemas se sienta un aire de narración). Uno, en suma, trabaja en su o sus géneros y desdeña los demás no por menosprecio, sino porque “algo” impide la comodidad plena en su práctica.

Ignoro cómo se sentía Carballido en la novela; lo hacía bien, según pude apreciar en El norte, pero quizá tal género a él no lo colmaba y por ello prefirió, estaba en su derecho, la dramaturgia.