¿Qué
pasa cuando uno cambia de género? ¿Es cómodo o se trata de una experiencia muy
distinta? Como todo en la vida, la respuesta a estas preguntas depende plenamente
de cada subjetividad, pero sospecho que en la generalidad de los casos un
cambio radical de género tiene ingratas implicancias. Esta idea me asaltó
durante la lectura de El norte,
novela de Emilio Carballido. Su ficha bibliográfica es un dato que doy por mera
disciplina, pues es casi imposible conseguirla: fue publicada en 1958 por la
Universidad Veracruzana; es el tercer título de la benemérita colección
Ficción, sólo precedido por Polvos de
arroz y Los huéspedes reales de,
respectivamente, Sergio Galindo y Luisa Josefina Hernández. Luego de estos
títulos vendrían muchos más, hasta la fecha, de aquella editorial universitaria
dirigida hoy por el lagunero Édgar Valencia.
Leer
El norte me llevó entonces a pensar
en el cambio de género, en el paso de la dramaturgia a la novela, que no son lo
mismo aunque ambas sirvan para contar historias. Siempre he pensado en
Carballido como escritor de teatro, nada más ni nada menos que el autor de las
famosas Rosalba y los llaveros, Te juro
Juana que tengo ganas y Rosa de dos
aromas, entre muchas otras. La única vez que lo vi, hace como veinte años en
una feria del libro lagunera, era ya un dramaturgo consagrado, tal vez el más
cotizado del país en aquel momento, así que yo ni siquiera hacía en el mundo
novelas de su cuño.
El norte
me reveló una faceta desconocida de Carballido. El pulso de su prosa es seguro
y el trazo de la anécdota, así como la caracterización psicológica de sus personajes,
permiten imaginar que pudo dedicarse de lleno, por qué no, a la narrativa. He
indagado en la página del INBA y en efecto consigna un considerable corpus novelístico,
aunque no tan abundante y conocido como el teatral: La veleta oxidada, 1956. El
norte, Universidad Veracruzana, 1958. Las
visitaciones del diablo, Joaquín Mortiz,1965. El sol, Joaquín Mortiz, 1970. El
arca de Noé, EMU, 1979. El tren
que corría, FCE, 1984. La veleta
oxidada, El norte y Un
error de estilo, Conaculta, 1991. Flor
de abismo, Planeta, 1994. Egeo, Conaculta,
2002. Lilí, etcétera, Alfaguara,
2005.
Cuando
un escritor abraza un género se debe en primer término a que en él se siente
cómodo, cuando le calza bien, pues en literatura nada hay más fastidioso que
escribir con los zapatos apretados. Eso suele ser descubierto casi desde las primeras
cuartillas, las de juventud, y es un proceso misterioso, de seguro
profundamente influido por la lectura.
Así
tenemos entonces que Rulfo no haya escrito poesía (aunque su obra la contiene
en grado sumo, pero de otro modo) o Sabines no haya relatado nada (aunque en
varios de sus poemas se sienta un aire de narración). Uno, en suma, trabaja en su
o sus géneros y desdeña los demás no por menosprecio, sino porque “algo” impide
la comodidad plena en su práctica.
Ignoro
cómo se sentía Carballido en la novela; lo hacía bien, según pude apreciar en El norte, pero quizá tal género a él no
lo colmaba y por ello prefirió, estaba en su derecho, la dramaturgia.