sábado, octubre 10, 2020

Dinelo, lespeto y podel

 







Son ubicuos, prácticamente no hay lugar en el cual guarecerse para no sufrir la granizada de sus mensajes tanto icónicos como verbales. Me refiero aquí a toda o casi toda, no sé, la ola de cantantes que se mueven en la órbita del reguetón y sus modalidades adláteres. A estas alturas de la diversidad, ya casi no vale la pena meterse a pensar en lo que gusta a los demás, pues todo se ha pulverizado en ínsulas y es imposible tener una idea siquiera aproximada de lo que nos circunda. Atrevo, de todos modos, un tímido parecer sobre la base de algún contacto cercano con esos adefesios (“adefesio mal hecho”, cantó alguna vez, con delicioso pleonasmo, Paquita la del Barrio).

Vagaba en internet, creo en Facebook, y me topé con el video de un sujeto cuyo nombre desconozco, pero es lo de menos. Su look era el de los tipos que cantan algo que en términos muy amplios he identificado con el reguetón: gorra de pelotero con la visera plana, barba rasa y trabajada con vernier, playera informal y, al cuello, una cadenota de oro como de dos kilos, de obsceno gusto. No era un video musical, sino casero, de esos que son o parecen de TikTok. En el video, el tipo encaraba a la cámara con altanería, a gritos. Tenía un acento casi inentendible, como de puertorriqueño o algo así. Entre las frases que escupía era evidente la palabra “Lamborghini”, y mientras miraba a la cámara de frente señalaba su lujoso auto. Decía, creo, que ya tenía otro Lamborghini, que su Lamborghini esto y aquello, que su Lamborghini no sé qué. Al terminar el breve video no pude no sentir una mezcla de asco y lástima por aquel muchacho que depositaba en objetos suntuosos su orgullo de campeón. En él vi la vulgaridad y la tragedia implicadas tras la idea de creernos merecedores de veneración por tener objetos carísimos. Y en fin. Se necesita una pobreza de espíritu superlativa para cifrar tanta fe en cualquier fetiche.

La otra experiencia me ocurrió en una tienda. Mientras buscaba productos para la cocina, la voz también caribeña de un ¿cantante? llamó la atención de mis oídos. Creo que en general he logrado, como tantos, abstraer esas frecuencias, pasarlas desapercibidas, pues son omnipresentes y uno no puede andar por la vida oyendo con atención tamaña escoria. Por repetitiva, una frase quedó retenida en mi vapuleado cerebro: “Dinero, respeto y poder” (dinelo, lespeto y podel), insistía la voz que salía de las bocinas. Mientras daba vueltas con el carrito de súper por los pasillos de la tienda, las tres palabras retumbaban en mi interior como un resumen de la desdicha humana: la gente, los jóvenes sobre todo, oyen eso a diario, y muchos se tragan ese discurso de superación personal a la brava, violento y estúpido, de “triunfo” cueste lo que cueste.

Ya no cuento que por cualquier lado, vague en internet, en la tele o en lo que sea, llegan videos de chicas y chicos bailando reguetoneramente, haciendo o tratando de hacer “viral” la simplonería más chabacana. No sé qué sigue de esto. Lo que me aterra es que siempre existe un más abajo, que luego de llegar al fondo muchos se las arreglan para descender un peldaño más hacia el abismo.