Son
ubicuos, prácticamente no hay lugar en el cual guarecerse para no sufrir la
granizada de sus mensajes tanto icónicos como verbales. Me refiero aquí a toda
o casi toda, no sé, la ola de cantantes que se mueven en la órbita del reguetón
y sus modalidades adláteres. A estas alturas de la diversidad, ya casi no vale
la pena meterse a pensar en lo que gusta a los demás, pues todo se ha
pulverizado en ínsulas y es imposible tener una idea siquiera aproximada de lo
que nos circunda. Atrevo, de todos modos, un tímido parecer sobre la base de
algún contacto cercano con esos adefesios (“adefesio mal hecho”, cantó alguna
vez, con delicioso pleonasmo, Paquita la del Barrio).
Vagaba
en internet, creo en Facebook, y me topé con el video de un sujeto cuyo nombre
desconozco, pero es lo de menos. Su look
era el de los tipos que cantan algo que en términos muy amplios he identificado
con el reguetón: gorra de pelotero con la visera plana, barba rasa y trabajada
con vernier, playera informal y, al cuello, una cadenota de oro como de
dos kilos, de obsceno gusto. No era un video musical, sino casero, de esos que
son o parecen de TikTok. En el video, el tipo encaraba a la cámara con
altanería, a gritos. Tenía un acento casi inentendible, como de puertorriqueño
o algo así. Entre las frases que escupía era evidente la palabra “Lamborghini”,
y mientras miraba a la cámara de frente señalaba su lujoso auto. Decía, creo, que
ya tenía otro Lamborghini, que su Lamborghini esto y aquello, que su
Lamborghini no sé qué. Al terminar el breve video no pude no sentir una mezcla
de asco y lástima por aquel muchacho que depositaba en objetos suntuosos su
orgullo de campeón. En él vi la vulgaridad y la tragedia implicadas tras la
idea de creernos merecedores de veneración por tener objetos carísimos. Y en
fin. Se necesita una pobreza de espíritu superlativa para cifrar tanta fe en
cualquier fetiche.
La
otra experiencia me ocurrió en una tienda. Mientras buscaba productos para
la cocina, la voz también caribeña de un ¿cantante? llamó la atención de mis
oídos. Creo que en general he logrado, como tantos, abstraer esas frecuencias,
pasarlas desapercibidas, pues son omnipresentes y uno no puede andar por la
vida oyendo con atención tamaña escoria. Por repetitiva, una frase quedó
retenida en mi vapuleado cerebro: “Dinero, respeto y poder” (dinelo, lespeto y
podel), insistía la voz que salía de las bocinas. Mientras daba vueltas con el
carrito de súper por los pasillos de la tienda, las tres palabras retumbaban en
mi interior como un resumen de la desdicha humana: la gente, los jóvenes sobre
todo, oyen eso a diario, y muchos se tragan ese discurso de superación personal
a la brava, violento y estúpido, de “triunfo” cueste lo que cueste.
Ya no cuento que por cualquier lado, vague en internet, en la tele o en lo que sea, llegan videos de chicas y chicos bailando reguetoneramente, haciendo o tratando de hacer “viral” la simplonería más chabacana. No sé qué sigue de esto. Lo que me aterra es que siempre existe un más abajo, que luego de llegar al fondo muchos se las arreglan para descender un peldaño más hacia el abismo.