La mejor anécdota que he pepenado sobre este raro hábito de oír a ciegas me ocurrió en 1997. Por circunstancias dignas de cuento, acepté trabajar por primera vez en una preparatoria. Di sólo un semestre, pero fue imborrable. Era una escuela de corte religioso, administrada por amables y sosegadas monjas. Mis alumnas, jovencitas de faldas tableadas e indetenible rebeldía, eran una calamidad en el aula pero confieso que me agradaba lidiar con ellas, luchar contra su imbatible y desquiciante gritería. Los lunes, antes de mi tempranera clase, reviví la ya remota costumbre infantil de honrar a la bandera, al “lábaro patrio”, como le decíamos al lábaro patrio sin saber nunca, hasta hoy, qué demonios es un lábaro. Un lunes cualquiera, la maestra de ceremonias instalada en la gran escalinata comunicó que ese día celebraban el onomástico de la madre superiora; las chicas de la rondalla —dijo la presentadora— habían preparado una canción para felicitar a la autoridad máxima de la institución. Entonces las muchachas pasaron al frente con guitarras, mandolinas y panderos. Hubo un poco de suspenso. No dijeron el nombre de la canción, y luego de acomodarse frente a la madre superiora a todo trapo acometieron el vertiginoso entonamiento de una pieza emblemática de nuestro cancionero popular:
Yo que fui del amor ave de
paso
yo que fui mariposa de mil
flores
hoy siento la nostalgia de tus
brazos
de aquellos tus ojazos
de aquellos tus amores...
No sin estupor, pensé en lo que pudo haber pensado el gran bohemio Álvaro Carrillo al ver tan lindo cuadro. “El andariego” —la canción insignia de su don Juan arrepentido, de su “mariposa de mil flores”— era dedicado esa mañana a una venerable monjita que, por cierto, “escuchó” feliz a la rondalla del colegio. Ni cadenas ni lágrimas la ataron para gozar aquel tremendo bolerazo del ingeniero oriundo de Cacahuatepec, Oaxaca.