sábado, octubre 03, 2020

Oír a ciegas

¿Qué ocurre con las canciones muy famosas? Las oímos sin atención, las echamos del alma sin reparar ni un segundo en el contenido de sus versos. Muchas mujeres cantan “El rey”, por ejemplo, sin advertir que su letra, quizá una de las menos afortunadas de José Alfredo, las devalúa. Decimos “qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas” sin reparar en el doble pleonasmote: los ojos siempre están debajo de las cejas y las cejas siempre tienen la no muy extraña costumbre de ser dos, si la aritmética avanzada no nos miente. Cantamos el “Cielito lindo” y no reparamos en la gratuidad de la rima “bajando-contrabando” que complementa al par de ojitos negros salidos de la Sierra Morena. Entonamos el himno nacional sin preguntarnos qué significa el aprestamiento del “acero”, del “bridón” o la extraña frase “mas si osare”, y en fin, oímos sin filtro, distantes de cualquier mínimo análisis a las letras que a todo gaznate hemos cantado desde la niñez.

La mejor anécdota que he pepenado sobre este raro hábito de oír a ciegas me ocurrió en 1997. Por circunstancias dignas de cuento, acepté trabajar por primera vez en una preparatoria. Di sólo un semestre, pero fue imborrable. Era una escuela de corte religioso, administrada por amables y sosegadas monjas. Mis alumnas, jovencitas de faldas tableadas e indetenible rebeldía, eran una calamidad en el aula pero confieso que me agradaba lidiar con ellas, luchar contra su imbatible y desquiciante gritería. Los lunes, antes de mi tempranera clase, reviví la ya remota costumbre infantil de honrar a la bandera, al “lábaro patrio”, como le decíamos al lábaro patrio sin saber nunca, hasta hoy, qué demonios es un lábaro. Un lunes cualquiera, la maestra de ceremonias instalada en la gran escalinata comunicó que ese día celebraban el onomástico de la madre superiora; las chicas de la rondalla —dijo la presentadora— habían preparado una canción para felicitar a la autoridad máxima de la institución. Entonces las muchachas pasaron al frente con guitarras, mandolinas y panderos. Hubo un poco de suspenso. No dijeron el nombre de la canción, y luego de acomodarse frente a la madre superiora a todo trapo acometieron el vertiginoso entonamiento de una pieza emblemática de nuestro cancionero popular:

Yo que fui del amor ave de paso

yo que fui mariposa de mil flores

hoy siento la nostalgia de tus brazos

de aquellos tus ojazos

de aquellos tus amores...

No sin estupor, pensé en lo que pudo haber pensado el gran bohemio Álvaro Carrillo al ver tan lindo cuadro. “El andariego” —la canción insignia de su don Juan arrepentido, de su “mariposa de mil flores”— era dedicado esa mañana a una venerable monjita que, por cierto, “escuchó” feliz a la rondalla del colegio. Ni cadenas ni lágrimas la ataron para gozar aquel tremendo bolerazo del ingeniero oriundo de Cacahuatepec, Oaxaca.