Era la última ahora sí. Eso dijo
Miguel: es la última ahora sí, Nacho. Ya quedaba un solo parroquiano, él, y
eran las tres en una madrugada de jueves. Ayer había sido lo mismo. Y antes de
ayer igual, y así noches y noches en las que se hundía poco a poco en el abismo
de los tragos. Tenía 35, y tomando a ritmo ascendente desde los veinte más o
menos, cada vez peor. Era ya 1989 y desde el 85 se había prometido meter freno:
voy a parar, pronto voy a parar, decía, se decía. Pero apenas llegada la
siguiente noche, el alto en el camino de los tragos quedaba pospuesto: mañana,
puede ser mañana, pensaba, y entonces elegía una de las cinco o seis cantinas
que le aguantaban el tren más allá de las dos. Porque él sabía que su límite no
estaba en el horario oficial que obligaba a cerrar toda cantina a las dos de la
madrugada. Su límite estaba más lejos, hasta las tres o cuatro, a veces hasta
las cinco, así que necesitaba establecimientos con cantinero aguantador, de
esos que cierran y se quedan una o dos horas extras sólo para seguir vendiendo
con la esperanza de propinas más jugosas.
Esa noche llegó pues al Quijote,
piquera de adobe que a pujidos se sostenía en pie sobre la esquina de Allende y
Ramón Corona, en Torreón. Allí atendía Nacho, y Nacho sabía resistir más allá
del horario fijado por la ley municipal. Así pues, llegó a las diez, sediento
luego de desahogar mil trámites en el despacho. Adrede se prolongaba en el
trabajo más allá de las ocho. Lo hacía para purgar anticipadamente la culpa de
pasarse de tragos, la seguridad de que volvería a su casa casi al amanecer, más
que ebrio. Eran pues las tres de la mañana. Nachito el cantinero había cerrado
a las dos y desde hacía una hora lo atendía sólo a él. Ya la última, Miguel,
son las tres, había dicho Nacho hacía dos copas.
Pese al exceso de alcohol en
su sangre, no estaba inconsciente y vio que sin remedio llegaba al final de la
jornada. La última ahora sí, Nacho. Y Nacho, silencioso al lado de la barra,
preparó la cuba con desgano. Eran poco más de las tres. El sonido bajo
sintonizado en radio Laguna apenas dejó oír los toquidos a la puerta. Nacho
fue, entreabrió y habló con alguien que preguntaba desde la oscuridad. Nacho
dijo claramente está cerrado, pero del otro lado argumentaron algo. Miguel paró
la oreja. Yo pago la multa, dijo la voz. Nacho respondió bueno, pasen rápido y
acá dentro vemos qué. De inmediato entraron dos tipos, uno alto y fornido,
silencioso y empistolado, y otro más bien bajo de estatura y camisa desfajada.
Nacho titubeó. Bueno, es peligroso venderles para sacar de la cantina; si los
pesca la policía me chingan con una multotota. No pasa nada, amigo, yo la pago,
no se preocupe, dijo muy seguro el bajo de estatura. Bueno, dijo Nacho, y
volvió a colocarse detrás de la barra. Sólo dejen que sirva esta cuba a medio
preparar.
Miguel ya no quiso ver la acción, y cabizbajo colocó su ansia en la
espera del último vaso. Nacho vino con el trago y le cuchicheó al oído: es José
José. Sólo dijo eso: es José José. Miguel miró con cuidado y era verdad. Quien
esperaba en la barra era José José acompañado por un tipo robusto. Nacho volvió
a la negociación: ¿entonces dos litros de tequila añejo y refrescos de toronja?
Así es, respondió José José. Y hielo y limones, añadió el cantante. Para
entonces Miguel había puesto su mirada en el famoso personaje, y se animó a
llamarlo: eh, maestro, le invito una cuba. José José se acercó, lo saludó de
mano, y aceptó sentarse. Platiquen mientras pico y lavo el hielo, dijo Nacho,
ahora alegre. ¿Cómo se la sirvo, señor? José José dijo que igual a la de
Miguel, y en un instante ya chocaban los vasos. Cruzaron apenas dos o tres
comentarios. Acabo de cantar en el hotel Villa Jardín de Lerdo y se terminó el
trago. Los meseros de allá me dijeron que acá podíamos conseguir. Por eso pedí
que me trajeran, alcanzó a explicar José José.
Nacho terminó de picar el hielo
y en un instante ya tenía todo sobre la barra. Llamó al visitante y José José
se puso de pie. Se despidió de mano y sacó cuatro billetes que dejó sobre la
mesa de Miguel, quien lo miraba absorto. Muchas gracias por la invitación,
amigo, dijo José José y dio cinco pasos hacia la barra. Sacó un fajo de
billetes y con eso pagó las dos botellas, los refrescos, el hielo y los
limones. El escolta le ayudó a cargar todo y ambos salieron como si fuera de
día. Nacho vio cómo subieron a una Suburban y cómo se alejaron en la penumbra
de la Ramón Corona. Luego, con los billetes en la mano, avanzó a la mesa de
Miguel. Vio que el vaso de José José había quedado con un cuarto de cuba y lo
bebió sin asco. Me pagó seis veces más de lo que le hubiera cobrado, dijo
Nacho, y fue a servirse una cuba para él. Salieron del Quijote cuando el sol ya
clareaba, a las siete.