Con sonriente alarma he visto la propagación cada vez más
insistente de mensajes atribuidos a escritores famosos. Antes, hace todavía
diez o quince años, tales sabandijas llegaban sobre todo por la vía del correo
electrónico, y ahora se diseminan mediante un sistema peor de veloz: el
whatsapp. Estos mensajes son literarios sólo por la mentirosa firma, ya que en
realidad se trata de lánguidas reflexiones en torno a “la vida”, por decirlo de
una manera abarcadora y gentil. Su estilo es de libro de autoayuda: alguien, en
primera persona y ante cierta circunstancia, comparte su experiencia para ponernos
a salvo de la desdicha. Todo jiede a consejo edificante, a superioridad moral
embusteramente humilde.
Que yo recuerde, fue García Márquez
una de las primeras víctimas de esta modalidad en la era de internet. “Su” desahogo
“La marioneta” corrió con una suerte que ni siquiera ha tenido su obra real:
“Si por un instante Dios me regalara un trozo de vida, aprovecharía ese tiempo
lo más que pudiera, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en
definitiva pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que
valen, sino por lo que significan. Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por
cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz. Andaría
cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen”. De veras
me quedo sin aliento ante tamaño ingenio (azucarero).
Un trozo de reciente sabiduría fake me llegó esta semana. Se lo
endilgan al pobre de Arreola, quien en teoría perpetró el siguiente andrajo: “Qué
excelente es llegar a una edad de adulto mayor pues es señal de: Que has sido
sano la mayor parte de tu vida. Qué bueno que eres jubilado pues es signo
inequívoco de que trabajaste mucho durante tu edad productiva. Que puedes
escribir o leer esta publicación, pues aún con lentes, tu vista te permite
seguir siendo independiente…”.
Por último, Borges, autor
frecuentemente difamado con textos cuyo valor literario alcanza a duras penas el
cero de calificación: “De tanto perder, aprendí a ganar; de tanto llorar, se me
dibujó la sonrisa que tengo. Conozco tanto el piso que sólo miro el cielo. Toqué
tantas veces fondo que, cada vez que bajo, ya sé que mañana subiré. Tuve que
sentir la soledad para aprender a estar conmigo mismo y saber que soy buena
compañía. Intenté ayudar tantas veces a los demás, que aprendí a esperar que me
pidieran ayuda…”. Borges, indefenso, se retuerce en Ginebra.