En su biografía sobre Magallanes, Stefan Zweig señaló con
asombro que viajar en el tiempo de los grandes descubrimientos era casi una
aventura al centro de la nada. El prolífico escritor austriaco se suicidó en
1942, cuando ya los viajes eran seguros gracias a la tecnología del transporte
y al desarrollo de los medios de comunicación. Pero antes, hace 500 años,
emprender un recorrido por el mundo era renunciar a la familia y al terruño
porque luego de la partida se anulaba toda comunicación, y sólo el regreso
confirmaba el éxito de los periplos. Viajar es hoy, como nunca, una aventura
poco aventurada, pues en general, gracias al celular, no nos desprendemos ni un
momento de quienes nos ven partir.
Veo pues lo que ocurre en esta época, oigo que todos mis
alumnos tienen experiencias foráneas y a veces lejanas, y contrasto sus
vivencias con las que se le alcanzaban a mi generación. Cuando estuve en la
secundaria y la prepa, incluso en la carrera —periodos de supuesta rebeldía—,
no recuerdo a nadie con el apetito de quemar sus naves y largarse a ver qué
sucedía más allá de los cerros pelones laguneros. El mundo era esto y lo que
nos comunicaban la televisión, los periódicos y el cine, el inglés lo
farfullaba una inmensa minoría de la población y casi todos aceptábamos, sin
tragedia mediante, nuestro destino de seres atornillados a lugar que nos había
visto nacer.
Ahora, sobrados de apetitos y confianza, los jóvenes quieren
viajar, conocer, irse temporal o definitivamente del pedazo de mundo que les
cupo en suerte como cuna. Es lógico. Llegados a la vida con un celular (y no
una torta) bajo el brazo, se les despierta el apetito de lo lejano, hacen
“amigos” en las redes y se entrenan en el conocimiento de aplicaciones para
hoteles y transportes, además de que la mayoría no teme al inglés, lengua del
turismo actual.
Apenas una o dos generaciones antes, como digo, no era tan
así. Yo, por ejemplo, hice mi primer viaje verdaderamente largo a los 40 años,
y sé que Monsi, editor de este espacio, ha recorrido mucho mundo a una edad en
la que viajar ya no es tan habitual. Nos rozó a destiempo, digamos, el impulso
viajero de la juventud presente, y hemos hecho lo que de jóvenes quizá jamás
imaginamos.
Hace poco recordé en un texto que en la secundaria realicé un
“viaje de estudios” desde Ciudad Lerdo a Veracruz. Entre otros detalles, en la
crónica mencioné que nuestros padres nos despidieron en la puerta del camión y
no supieron de nosotros sino hasta una semana después, cuando volvimos. Quiero
suponer que el profe Gámez, quien nos llevó, llamaba al teléfono fijo de la
dirección escolar y a ese mismo teléfono llamaban nuestros familiares para
saber cómo y dónde estábamos, pero no estoy seguro. Más bien creo, al menos en
mi caso concreto, que entre mis padres y yo se abrió un paréntesis lleno de
silencio mientras duró el viaje, y sólo respiraron tranquilos cuando me vieron
entrar de nuevo a casa.
En contraste, mis dos hijas menores viajaron por primera vez
solas hace poco. Una tiene 18 y otra 16, y sin que yo supiera que existía eso,
me conectaron a una herramienta de Whatsapp que en tiempo real da seguimiento a
la trayectoria de los viajes. Así, vi los graduales avances en el camino de mis
hijas, y cuando lo sentí prudente les escribí o les llamé. Con tales
instrumentos, es ahora imposible no animarse a ahorrar y viajar y abrir las puertas
a la totalidad del mundo. El celular lo cambió todo. Ahora todos queremos ser
descubridores.