En una de nuestras muchas conversaciones sobre todo y sobre
nada, mi amigo Gerardo García Muñoz observó que en Houston, donde vive, ya no
hay aceras. Allá, como en tantos otros lugares de Estados Unidos, el coche ha
terminado por borrar del croquis esos espacios de la ciudad que antes servían
para caminar.
Acostumbrados como están a las distancias enormes, de muchas
millas, para ir al trabajo o a lo que sea, los gobernantes del país vecino
supusieron que no ya hay loco que se atreva al desplazamiento a pie. Nadie
podría sobrevivir a cincuenta millas de marcha forzada. Tampoco hay, me comenta
Gerardo, abundantes líneas de transporte público. En el fondo del asunto hay
una razón fincada en el progreso o lo que en algunos lugares se entiende como
tal, como progreso: las aceras y el trasporte colectivo no son necesarios
porque allá todos tienen auto. Quien no, está frito, y debe resignarse a la
estaticidad.
Hay países y ciudades, sin embargo, que todavía contienen
millones de transeúntes y esto implica que sus arterias tengan espacios
reservados para ellos. Y aquí no me refiero sólo a las aceras, sino también a los
“pasos de cebra”, a los paradores de transporte público, a los puentes
peatonales y a las rampas diseñadas para personas con discapacidad. En estos
lugares el peatón es una presencia ineludible, así que las normativas sobre
movilidad deben tomarlo en cuenta sí o sí, aunque en los hechos sepamos que el
rey de la ciudad es el vehículo de cuatro o más neumáticos.
Lo que todo peatón debe saber es que tiene derecho a la
movilidad, y que ese derecho no debe ser restringido para ceder cada vez más
cancha al transporte privado. Uno de los derechos más elementales, acaso el
principal, es cruzar la calle con calma y seguridad, lo que no ocurre en
nuestro entorno. Hasta el peatón ignora este derecho cuando apura el paso para
que pueda avanzar un coche en una calle sin preferencia, o cuando corre por el
paso de cebra aunque el semáforo marque rojo, esto para no molestar a los
conductores que aguardan el verde.
Otro derecho es el de las banquetas amplias o al menos
despejadas. Como ya lo señalé en algún otro comentario, cada vez es más
frecuente ver la invasión de objetos extraños en las banquetas, desde coches trepados
hasta montañas de arena y cascajo, desde carritos de comida hasta
estacionamientos en batería que no dejan ni medio metro libre al transeúnte. En
esta circunstancia, quien camina debe aprender a sortear obstáculos, a subir y
bajar desniveles porque cada quien hace de su banqueta lo que le apetece.
Caminar no debería ser traumático ni peligroso, sino lo
contrario, un placer que deje al ciudadano la sensación de que vive en la
civilización, no en la jungla. Esto no será posible mientras siga la merma de
los espacios para el desplazamiento a pie y el avance irreductible,
descontrolado y absurdo de los espacios para vehículos con motor, a los que
debemos sumar el cúmulo de obstrucciones fijas que convierten a los andadores
urbanos en un trauma de todos los días para quienes, por la razón que sea, las
recorren a pie, con muletas o en sillas de ruedas.