Hace unos días asistí a una conferencia sobre la generación Y
o centennial, una franja etaria (¿así se dice?) que abarca a los jóvenes
nacidos con celular, y no torta, bajo el brazo. Esos chicos ahora deben tener,
creo, alrededor de 16 o 17 años, y están por ello a punto de acceder a la
universidad. No sé si entendí bien, pero entre sus características más visibles
están, claro, el apego visceral al celular, su casi total incapacidad para
hilar una conversación, su fobia a quedarse desconectados y lo que más me
alarmó: su dificultad para centrar la atención por más de ocho segundos
seguidos. Supongo que es una exageración, pues no puedo imaginar la vida sin la
atención prolongada que permite aprender a profundidad o, simplemente, escuchar
a un conferencista o a un amigo sin la inquietud de salir huyendo. Pero es así,
dijo el experto: un centennial fija ocho segundos su mirada en un asunto y
después de eso debe brincar a otro. Pedirle más es casi imposible.
Quienes oímos, padres y/o maestros, esa exposición
participamos en general de ciertas características centennial: también
encendemos el celular (con ansia) al despertar, también volvemos a casa como
locos si llegamos a olvidarlo y también le echamos permanentemente el ojo a la
pantallita en charlas, misas, conferencias o juntas de trabajo, pero creo que
somos todavía capaces de concentración, al menos la mínima para dar la
impresión de que nos interesa lo que escuchamos. Gracias a esta capacidad (la
capacidad de atender algo) podemos escuchar una conferencia sobre la falta de
atención de los centennials y al final sacar la conclusión de que debemos hacer
algo.
Lo que inquieta —y en esto hay, seguro, mucho de ancianidad
en mi pensamiento— es que las soluciones que nos planteamos siempre tienden a
dar por su lado a quienes se nos escapan, es decir, resolvemos que si los
jovencitos no hacen caso en el aula debemos hacer que nuestra clase sea “dinámica”,
echar maromas, hacer magia, stand-up,
diversificar nuestro hacer magisterial en peripecias que logren conquistar la
atención de los chamacos ya reacios a escucharnos.
¿Estará bien hacer eso? No lo sé. Sospecho que no totalmente,
pues lo que haremos es fomentar la cultura del divertimento, del fragmentarismo
y la superficialidad. Calculo que el método debe apuntar, más o menos, a un
pacto con los jóvenes: nosotros nos acercamos a su mundo, chateamos y todo,
pero ellos también deben leer un poco y estar dispuestos a rebasar los ocho
segundos de atención sin celular.