Día
del niño... Alondra. Bajamos de un ómnibus en la carretera federal. Una lluvia
apenas lluvia nos recibió en el exterior y comenzamos a caminar bajo aquel
chipichipi no molesto, más bien grato en la cara del niño que era yo en aquel
momento. ¿Cuántos años tenía? siete, ocho a lo mucho o por ahí. No más, seguro.
Mi padre tomaba de la mano al niño y en la otra llevaba una maletita de vinil
color café, de ésas que tenían dos correas con hebillas demasiado grandes. La
escena es algo fílmica al menos en mi mente: el adulto y el niño caminan durante
aquella tarde muy nublada y algo fría. Frente a ellos hay una arboleda que forma un
largo callejón. El niño no sabe por qué viaja con su padre, por qué lo eligió a
él entre todos sus hermanos. En su mano siente la palma firme de su padre, su
brazo rígido, y eso le comunica seguridad. Siguen avanzando y lo único que el
niño recuerda son árboles, muchos árboles al lado de una carretera lavada por
la garúa. Es la primera vez que el niño viaja solo con su padre. No recuerda,
de hecho, otros viajes. Este es el primero y a la larga será el último. Aunque
se trata de una tarde gris, en su interior hay sol, una alegría total: está
viajando con su padre. Llegan a Aguascalientes, a una ciudad que se llama
Pabellón. No sabe a qué asunto van. El pequeño es muy pequeño y su padre no le informa
gran cosa. Sólo sabe que desde Torreón viajaron en un ómnibus y ahora están
lejos, caminando en una especie de avenida con muchos árboles al lado. Entran a
la ciudad, caminan algunas cuadras. Su padre ha mirado un papelito varias veces antes, de seguro donde anotó la dirección. Luego de mucho tiempo
tocan a la puerta de una casa. Abre una señora canosa y se abraza con papá. “Es
tu tía”, dice el padre al niño y la mujer se inclina para darle un beso en la
frente. Entran a la casa. La señora grita y salen tres mujeres jóvenes,
adolescentes o poco más. Ellas festejan la llegada del pequeño, un primo al que
no conocían. Le dicen que es 30 de abril, día del niño. Lo llevan a la mesa de
un comedor y le sirven galletas, dulce de coco y leche, y le acomodan el pelo,
ríen con él, les parece muy simpático. En la sala, la tía entrega unos papeles amarillos
al visitante. No tanto después, todos se disponen a dormir. El niño es
disputado y pasará la noche con Alondra, la mayor de la primas. El padre
tendrá una cama en la habitación de las visitas. Durante la madrugada —recuerda
el niño y por ese recuerdo recuerda todo el viaje— oye en varios momentos la
respiración de su prima y pese a la débil luz del cuarto mira de reojo,
hipnotizado, el subir y bajar de la sábana sobre un imborrable pecho femenino.
sábado, abril 30, 2016
miércoles, abril 27, 2016
Andrajo
El trabajo le dejaba poco margen
para los libros. Por eso leyó “Wakefield” a brinquitos, en siete días. Al
terminarlo no supo si lo leyó así, en módicos abonos, porque así leía todo o
porque le iba gustando tanto que no quiso terminarlo de golpe. Daba lo mismo,
el cuento había llegado a su desembocadura y al final le produjo una suerte de
iluminación. ¿Qué seguía? Nada, no seguía nada, o más bien seguía la Nada.
Mañana sería lunes, día de trabajo. Recordó su agenda: estaba recargada de
asuntos impostergables. Y de este lado la familia, y de aquel otro las
numerosas deudas para mantener a flote el barco de las apariencias. En veinte
años se le habían ido cuarenta, una vida casi, en las miserias habituales de
todo mundo: hacer todo a la misma hora, relajarse los mismos escasos días,
mantenerse sometido a la presión de un calendario implacable, lleno de plazos
perentorios para pagar, sobre todo para pagar, pagar. Wakefield era pues el
último empujón. Tomó una pequeña maleta y la hizo con lo básico: el cepillo de
dientes, la máquina de afeitar, un desodorante, una gorra de pelotero ya
descolorida; se arrepintió inmediatamente después de haber cargado eso. Iba a guardar
el peine con el que aplacaba las tres hebras que le quedaban de pelo, pero
detuvo el movimiento. Se echó una camisa encima, metió los pies en unos tenis y
tomó la calle con las manos vacías. Pasó junto a una tiendita y quiso comprar
algo; notó sin alarma que había olvidado la billetera. Así estaba bien. Enrumbó
hacia cualquier dirección y comenzó a recorrer calles y calles sin temor a
extraviarse, pues era lo que ahora buscaba, perderse en el laberinto y jamás
salir de allí. Por un momento pensó en sus actos; no sabía en qué punto había
quedado el límite que separaba su antigua vida de la que ahora comenzaba.
Sabía, eso sí, que el detonante no había sido el cuento de Hawthorne, sino
algo más profundo y lejano. Siempre vio a los parias, a los vagabundos, con una
especie de secreta fascinación, con una envidia sofocada a fuerza de miedo: en otros
tiempos lo aterraba saber que dentro, en su alma titubeante, se movía un
impulso poderoso y capaz de forzar la emulación. No sabía si era capaz de
imitarlos, pero ahora ya estaba en el camino, quería ser uno más, un sujeto sin
rostro, un ser envuelto en la indiferente mugre que la calle obsequia a quienes
la eligen por hogar. Durante algunas semanas de renuncia quedaría, como
ellos, irreconocible y comiendo de los basureros, ajeno por completo al asco,
sin dolor, sin odio, sin moraleja, invisible al engranaje bajo un túmulo de
andrajos. Y soñó, soñó con ese triunfo.
sábado, abril 23, 2016
Adolescencia
Ayer me topé de casualidad
con Joana en la plaza Margaritas, a la que jamás había ido.
Yo leía en una banquita blanca de hierro forjado y sin duda me exponía a
los cagadazos de los pájaros, pero el clima
estaba ad hoc y no había un motivo de peso para alejarme de ese
sabroso microambiente. Lo malo del lugar, más que la abundancia de aves, era
que pasaban muchas personas ajuareadas con trapos deportivos, sobre todo
adultos ya medio entrados en años que, como yo, seguramente se defendían de
algún achaque y acataban la prescripción médica de caminar. Yo no caminaba, o
caminaba muy poco, pero al menos me hacía a la idea de agarrar aire limpio
mientras leía, en este caso, un ensayo sobre novela latinoamericana. En una de
ésas pasó Joana. La vi venir de lejos, cuando entró al pasillo disponible para
los andarines. Era imposible no verla, pues vestía una blusa fosforescente,
untada al cuerpo, y una gorra del mismo color. Pensé que era una joven, por el
cuerpazo, pero ya cerca vi que no. Ella fue la que me reconoció. “¡Miguelito!”,
dijo mientras se acercaba con los brazos abiertos, listos para que me pusiera
de pie y le correspondiera. Olía a un perfume delicioso y al apretarla contra
mí noté que su estructura estaba firme, como si tuviera veinte años y no
cuarenta y tantos. “¿Qué haciendo por acá, amiguín’”, fue lo primero que
dijo luego del abrazo. “Nada, amiga, vine a tomar aire limpio y a leer”. Joana
comenzó el elogio de los viejos tiempos. “Tú siempre tan
clavado, Miguelito. Jamás te has separado de los libros. ¿Sigues en tus
clases? Qué has hecho de tu vida, cuenta”. Mi resumen fue el de siempre: nada,
lo mismo, clases de literatura en la prepa y ya, y todavía soltero jajajaja. Mi
babotas jajajaja fue secundado por el de Joana, quien no esperó pregunta para
informarme que igual ella, siempre en lo mismo: atenta a su marido, a sus dos
hijos y en los ratos libres muchisísimo ejercicio. Me enteró también que Óscar,
su marido, seguía con su clan de motociclistas, que además estaba clavado en la
práctica de la cacería y que ella lo acompañaba de vez en cuando a disparar.
“No sabes lo que significa ese reto”, dijo. En un ratito se nos habían acabado
los temas y se despidió con otro abrazo y un beso de mejillas, con las bocas
muy lejanas. Joana se veía espléndida. Y pensar que alguna vez, hace mil años,
intenté hacerla mi novia. Dijo que no, obvio. Poco tiempo después encontró
al que fue su marido, un tipo al que seguían gustándole las motos y se vestía
de negro, con parches de calaveras y letras góticas para parecer chico malo.
Ahora también le apasionaba la cacería. Cómo no iba a perder a Joana, pensé.
Ella eligió vivir una eterna adolescencia.
miércoles, abril 20, 2016
Reclamo
“Es
una ficción, nada de lo que escribí allí es cierto, yo suelo inventar”, le
dije. El tipo parecía todo, menos un blandengue. No sé cómo había dado con mis
huesos, el caso es que me cayó en el café al que suelo asistir algunas tardes,
al ladito de la alameda. Estaba yo muy concentrado en la revisión de mi columna
cuando me tocó el hombro con un índice más o menos imperioso. “¿Es usted
Jaime?” Levanté la cabeza y en los ojos le noté la decisión. No estaba
enfurecido, ciertamente, pero me miraba como con ganas de estarlo, es decir,
directamente, con una vaga chispa de amenaza congelada en las pupilas. Respondí
que sí. “¿Muñoz?”, agregó. Afirmé con la cabeza, y entonces el tipo empujó una
silla con el pie y tomó asiento. Me molestó que hiciera eso, pero ya no alcancé
a decir nada porque comenzó de inmediato su reclamo. “Mire, Muñoz, yo no lo
conozco ni me importa, pero el fin de semana pasado me habló un amigo para
comentarme algo: que usted se ha burlado de mí en el periódico. Al principio no
entendí bien de qué se trataba, pero él me explicó y hasta me leyó el escrito.
En su publicación hay un tipo que desea abrir en La Laguna un restaurant-bar
para pura gente triste, pero según usted él es un fracasado, un bueno para nada
que se acercó a un posible socio sólo para tumbarle el capital de arranque.
Usted dice que el proyecto es una estupidez, así dice, textual, una estupidez,
y no estoy dispuesto a tolerar esa ofensa…”. En ese momento, cuando ya se había
puesto bravo, sentí la urgencia de atajarlo: “Es una ficción, nada de lo que
escribí allí es cierto, yo suelo inventar”. No sirvió de nada. Al contrario, se
cruzó de brazos con pose de Maestro Limpio, echó un poco la cabeza para atrás
como para mirarme con escepticismo, y reanudó el ataque: “¿Quiere que le diga
por qué digo que usted se está burlando de mí? Mire, ahí le va. Yo me apellido
Orozco, y usted me lo cambió por Olmedo; quien me platicó todo fue Felipe, mi
socio. ¿Sabe cómo se llama la novia de mi socio? ¿No adivina? Bueno, pues
Mireya, a ella le dejó el mismo nombre, ese fue el error que usted cometió.
¿Soy o no soy el Olmedo del escrito? ¿Cree que soy tonto?”. Quedé acorralado:
Orozco en realidad era el Olmedo del primer relato, y no me quedó más opción
que disculparme: “Mire, Orozco, no quise ofenderlo, de veras. Le ruego me
perdone… pero entienda por favor que se trató de una ficción, que Olmedo no
existe, que Mireya es puro cuento, que el restaurante-bar es una estúpida mentira,
una mentira tan grande como usted, Orozco, que tampoco existe y en este punto
final pasa a convertirse en personaje muerto. Hasta nunca”.
miércoles, abril 13, 2016
Adivinador
Una
llega a donde llega gracias a miles y miles de pequeñas circunstancias, tantas
que es imposible enumerarlas. Por ejemplo, yo estoy aquí, en esta plaza frente
al mago con turbante, debido a que mis padres me tuvieron. Pero no sólo eso.
Ellos no hubieran podido tenerme si antes no los tenían a ellos, así que me
debo también a mis abuelos. Pero no sólo eso. Si a mis abuelos no los hubieran
tenido, ellos no hubieran tenido a mis padres y etcétera. En resumen y para
abreviar, soy hija de Adán y Eva o de los primeros monos, y si creemos en la
teoría cientificista más que en la mítica, soy hijo de las primeras células que
se juntaron para crear vida animal. El caso es que nací acá, en Gómez, y ahora
estoy en la plaza frente al mago con turbante que se autodenomina “Bramán el Portentoso”.
Mi presencia aquí, no lo cuento por vanidad, se debe a que desde chica fui buena
para el estudio y tuve el apoyo de mi padre. Salí del kínder de Santa Rosa,
luego estuve en la primaria Bruno Martínez, después en la 18, luego en el Tec de La
Laguna, después en el Poli de la capital para la maestría y, al final, el
doctorado en Pensilvania. Mi trabajo en Francia
es un excelente trabajo, tan bueno que puedo pedir permisos como éste que me
tiene de urgencia en Gómez, mi ciudad. Vine porque mi padre fue internado y
está, o estuvo, no sé, en peligro de muerte. Luego de cinco días de hospital ya
se encuentra un poco mejor, aunque sigue grave. Pude pues salir a tomar aire, a
recorrer la ciudad donde nací, a reconocerla luego de tantos años. Es
pintoresca, un tanto desolada, triste, pero cuando el sol se oculta cobra una
vida peculiar, parecida a la que le vi de niña. Allí me topé con el adivinador.
Una rareza. “Adivino el pasado”, añade el letrero en la mesita donde tiene una
ridícula bola de cristal y una especie de cetro decorado con chaquira. Me
detuve y sólo por jugar le dije que adivinar el pasado era sencillo. Respondió muy
serio que no, que adivinar el pasado es tan difícil como adivinar el futuro. Me
explicó que su especialidad era adivinar el pasado de las personas con solo
verlas. “Llego exactamente hasta su presente”, remató. Me pidió unas monedas
para demostrarlo y le di cincuenta pesos. Miró cejijunto la bola mágica y dijo
luego de unos segundos: “Mire, señorita hermosa, usted ha estudiado mucho.
Salió del kínder aquí cerca, luego hizo la primaria… acá cerca también, estudió
hasta la carrera en este rumbo, pero luego se fue a la capital y terminó en
Estados Unidos. Trabaja en Europa, de donde viajó hasta acá porque su padre
está a punto de morir en este momento, mientras le hablo. Mejor corra al
hospital, tal vez alcance a despedirlo…”.
sábado, abril 09, 2016
Baile
Bailaban.
El sol no había desaparecido en el oriente, hacia el Cerro de la Cruz, y
todavía quedaban tendidos algunos rayos sobre la cresta de la ciudad. Eran las
ocho y media, pero el cambio de horario traía el agotamiento de la luz hasta
muy tarde, casi hasta las nueve. Daba lo mismo, pues en la plaza de armas ya
estallaba el ritmo de un danzón con aroma nocturno y muchas, muchas parejas lo
aprovechaban. La mayoría pasaba los sesenta, y lucía sus mejores trapos. Se
trataba de una fiesta humilde, pública, estentórea, un motivo suficiente para
esperar los domingos con anhelo y no desear nunca la muerte. Así se
encontraron. O se reencontraron, más bien, Chayo y Ezequiel, ambos al borde de
los setenta. “Disculpe, ¿usted no es Chayo?”, dijo Ezequiel con el sombrero en
el pecho, como disculpándose de antemano por confundir a la mujer. “Soy
—respondió Chayo, y agregó—, ¿y usted es Ezequiel?”. Ambos quedaron asombrados
por haberse reconocido medio siglo después, e hicieron pareja para el baile.
Entre pieza y pieza lograron platicar. En sus palabras se hacía presente la
franqueza del que ya no necesita guardar nada. “Acabo de regresar a Torreón,
Chayo. Después de que nos conocimos y fuimos novios, estuve aquí cinco años, terminé
la normal y conseguí un jale de maestro en la sierra de Durango. Allí conocí a
una con la que me casé. Pero salió mal no por ella, sino por mí: agarré duro la
tomada. Apenas llegué a tener un hijo, pero se me murió a los siete, de una
enfermedad que se pudo atender pero que fui dejando porque el trago me tenía
muy distraído. La mujer me dejó, perdí la poca familia que había hecho y en vez
de enderezarme me fui más chueco. Pedí un cambio y me mandaron a Michoacán.
Allí llegué para dar clases en secundaria, de historia, pero no duré, pues ya
para entonces iba borracho a trabajar, si es que iba. Me echaron y comencé a
rodar. Me fui a México, luego a Veracruz, después a San Luis, hasta que
terminé, no sé cómo, en una casa de recuperación de Zacatecas. Fue como una
vuelta a mi tierra, y dejé el trago. Tengo ya diez años sin beber una gota y
hace unos meses, luego de cuarenta años perdido, recalé a Torreón”. Chayo
esperó su turno: “Yo me casé, tuve tres hijos. Me fue mal con el viejo, lo
engañé. Me golpeó y terminamos. Luego me dediqué a ya sabe qué hasta que me aguantó el
pellejo. Mis dos hijos se fueron al otro lado. A uno lo mataron. Otro está en
la cárcel. Vivo arrimada con mi hija, de milagro”. Seguían bailando otro
danzón. “¿Sabes qué somos, Chayo?” “¿Qué somos?” “Dos supervivientes. Abráceme
más no para que se vea más cachondo. Abráceme fuerte como para felicitarnos
mientras dura esta canción”.
sábado, abril 02, 2016
Herido
“Ya está muy viejo, esta vez le daremos
oportunidad a los jóvenes”. Así de fácil y de cruel lo habían
eliminado del negocio, así de fácil y de cruel cercenaban sus veinte diciembres
ininterrumpidos como Santoclós verosímil. ¿Y ahora qué harían?, pensó. Claro, contratar
al primer hijo de puta que les llene la Printaform, de seguro un enano prieto,
flaco y lampiño que deberá hacer milagros con almohadas y barba postiza para
dar el personaje, lo que por cierto jamás ocurrirá, pues los prietos y lampiños
no sirven para Santacloses de verse. ¿Cómo salen con semejante idiotez?,
pensó. ¿Qué no vieron en dos décadas el éxito de ventas provocado por un
Santoclós que sí parece Santoclós? Mientras volvía a casa se vio en el reflejo
de muchos aparadores. Cierto, era ya viejo, de setenta, pero eso ayudaba en
lugar de defraudar. Era gordo, de tez rojiza, alto y sobre todo bien poblado de
pelos blancos y largos en la cara, como todo buen hombre de origen alemán, así fuera
remota la llegada del apellido Eichelberger (roble de la colina) a estas
tierras jamás acariciadas por la civilización. Lo suyo era más que un disfraz,
era la mismísima encarnación de Santoclós en estos desiertos llenos de indios
cacarizos. Pero los imbéciles de la tienda, pensó,
le darían “oportunidad a los jóvenes”, como si el papel de Santoclós pudieran
ocuparlo muchos cabrones al mismo tiempo. Mientras volvía a casa con la mala
noticia bufando en su nariz, no dejaba de preocuparle el futuro, siempre el
futuro. Su esposa estaba enferma y por eso y por muchas otras razones jamás
desaparecían las deudas que con la plata de la Navidad solían disminuir hasta
quedar casi en ceros. Las cosas no andaban nunca desahogadas en lo económico y
diciembre era entonces una época de recuperación, de sueldo decoroso y una que
otra buena comisión arreglada con Montoyita, el fotógrafo que movía las fotos ampliadas
por debajo de la mesa, fuera de la tienda, sin que lo supiera el dueño. Esta vez no sería así, a menos de que pronto
cocinara con otro fotógrafo lo que se pudiera, una escenografía en la alameda
o donde sea, todo por culpa del pendejo dueño de la tienda, un indio como todos
en este país lleno de prietos que jamás podrían hacer un Santoclós hecho y
derecho, nórdico, de buena estampa y carcajada exacta para alentar el espíritu navideño como dios manda. Indios pendejos, pensó.
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